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sábado, 2 de julio de 2016

''La diferenciación social en una sociedad del Antiguo Régimen: el papel de las mujeres y los sectores subalternos en el Río de la Plata hacia el siglo XVIII'', en Revista de la Facultad de Filosofía, Cs. de la Educación y Humanidades, Uni. Morón, Nº 21 y 22, Septiembre de 2015, pp. 79-96.

Resumen (Abstract)
  Lo que esta investigación se propone resolver es qué características tuvo la cuestión de género en la sociedad rioplatense del siglo XVIII, y qué papel desempeñaron tanto las mujeres como los sectores subalternos en la misma. Lo que interesa analizar son las diferentes funciones dentro de las actividades productivas y las relaciones sociales y de trabajo dentro del espacio. Las mismas fueron muy importantes para el orden colonial y muy diversas, en cuanto iban desde las producciones textiles hasta la cría de ganados, pasando por la siembre y la cosecha de cereales. A su vez, se observará cómo los miembros de éstos grupos sociales hicieron para ascender socioeconómicamente en una sociedad claramente patrilineal y estratificada. Para eso se tendrán en cuenta mecanismos como el matrimonio, alianzas, buen desempeño laboral, buena conducta, y relaciones interétnicas mediante el análisis de testimonios capitulares oficiales de la época y casos particulares a nivel local.

Palabras clave
Sociedad colonial; diferencias sociales; mujeres; esclavos; nativos americanos.

Introducción
  Las diferencias sociales se han estudiado desde diferentes enfoques para el período colonial. El papel que uno tendría dentro de la sociedad estaba marcado, en primera instancia, por el nacimiento y la familia. Ésta diferencia se hacía notar fundamentalmente entre los grupos conocidos como ‘‘blancos’’ (españoles y criollos), los cuales serían mayoría entre los sectores política y económicamente dominantes. A su vez, existían otros rasgos distintivos señalados por el color de la piel, la religión, el sexo (sociedad patrilineal), los grupos culturales y la libertad jurídica (libres o esclavos).  
  A partir de todos esos distintivos, lo que se plantea problematizar y analizar gira en torno a: ¿cuál era el papel que les correspondía a los miembros de los sectores subalternos?, ¿qué importancia tenía la mujer en esta sociedad claramente dominada por los hombres?, ¿qué grado de representatividad política y civil se les concedía?, ¿qué lugar ocupaban los esclavos, indígenas, mujeres y demás grupos en los procesos de producción rural y el comercio? Esas y otras problemáticas, son tenidas en cuenta para el análisis de las fuentes.
  Se han tomado documentación perteneciente al cabildo, por ser éste el principal órgano político a nivel local, y por ser la misma una rica y variada para apreciar los problemas sociales. Por otra parte, se ha tomado el  siglo XVIII para poder ver las continuidades y las diferencias en el papel que jugaban estos grupos, y las transformaciones político-económicas que se fueron dando en el Litoral. Por ser imposible abarcar todas las jurisdicciones capitulares de la región (que iba desde Buenos Aires hasta el Paraguay y una parte importante del sur de Brasil), se eligieron las ciudades de Buenos Aires y Santa Fe, acaso dos de las más importantes.
  También se pondrán en juego las opiniones de diferentes especialistas, para luego contrastarlas con las fuentes y algunos casos particulares. Entre éstos, se destaca el de doña Juana Montenegro, esposa y luego viuda de don Juan de Rocha, un hacendado de Buenos Aires durante las primeras décadas de la centuria, la cual mantuvo un complicado litigio con una parda liberta por la posesión de un esclavo. Este caso permite ver a escala local las distintas funciones que podían llegar a tener las mujeres y cómo podían moverse dentro de la estratificación social. En síntesis, se partirá desde diferentes cuestiones generales hasta llegar a un caso puntual en el cual entran en juego las autoridades coloniales, las mujeres y miembros de los grupos sociales relegados.  



Las mujeres de la sociedad colonial en el marco del ‘‘espacio peruano’’: diferentes situaciones regionales, locales y sociales
  Antes que nada habría que partir de la división entre las mujeres que integraban los sectores más acomodados (familias de comerciantes, estancieros, funcionarios, etc.) y las de los de una condición de vida bastante más baja, fundamentalmente pequeñas y medianas productoras rurales.  Con respecto a éstas últimas, su participación en la sociedad y dentro de la economía, la familia y el trabajo cambiaban según la región que se tome para la observación. Por ejemplo, Juan Carlos Garavaglia y Raúl Fradkin, al estudiar el Paraguay desde la fundación, encontraron como rol fundamental de las indígenas el funcionar como bienes de intercambio entre españoles y guaraníes, más o menos de la siguiente manera: los ‘‘indios’’ les daban mujeres a los peninsulares, lo cual éstos últimos recompensaban con regalos para los jefes. Además, eran utilizadas como mano de obra en los hilados y la labranza de la tierra[1]. Esta función femenina fue común en el mundo hispano colonial entre los siglos XVI-XVIII. En Córdoba, por ejemplo, las nativas eran empleadas como fuerza de trabajo dentro de las pequeñas parcelas que acumulaban los españoles mediante mercedes, para la elaboración de ropa de algodón que los encomenderos recibían como tributo[2]. Hasta el siglo XIX, las campesinas eran todavía reconocidas como ‘‘tejedoras’’, por su desempeño como criadoras de ovejas, además de que lavaban la lana, hilaban, tejían y teñían[3].
  En la región pampeana, tuvieron un relevante papel en diversos sentidos por su relación con los ‘‘indios infieles’’[4]: por un lado, se dedicaban a la elaboración de productos casi exclusivos del género, como lo eran los ponchos, valiosos dentro de las redes de intercambios interétnicos, los cuales suponían un proceso lento y laborioso[5]; además, hay que destacar su lugar como cautivas desde ambas partes para obligar a la negociación entre ellas y el intercambio de diferentes productos como ropa, ganado, maíz, sobreros, mantas, ponchos, metales, etc.). Esta situación podría asimilarse en cierto sentido con la del Paraguay a comienzos de la Época Colonial, en cuanto las mujeres funcionaban como mecanismos de negociación entre ‘‘españoles’’ y naturales.
  Es indispensable resaltar que los intercambios no implicaron solamente a ‘‘indios’’ y españoles-criollos, sino que la región rioplatense así como también otros puntos del Interior formaban parte de un amplísimo espacio económico que giraba en torno al punto más rico y productivo de toda la jurisdicción del Virreinato del Perú: las minas de plata del Potosí[6]. ‘‘Llamamos ‘espacio peruano’ a todo el inmenso territorio que la minería altoperuana fue creando a su alrededor como polo de atracción ordenamiento regional’’[7]. Por esa característica de la economía colonial, es preciso tener en cuenta a las indígenas y campesinas de las regiones que integraban a la misma, ya que ‘‘cada una de las regiones fue especializándose progresivamente en una o dos mercancías que tenían un precio competitivo en los mercados mineros’’[8]. Por eso es que puede vérselas produciendo diferentes costas para tributar,variando según el caso. Las descripciones pueden ser múltiples: en Santiago del Estero, desde muy temprano hilaban algodón para los alpargateros y calceteros[9]; en la región de Cuyo se registró la existencia de ‘‘contratos’’ de trabajo entre mujeres y sus amos, como fue el caso de la ‘‘india’’ Úrsula y el suyo, el capitán Jorge Gómez de Araujo: éste se comprometía a darle ‘‘2 pesos de a 8 reales cada peso en plata, ropa, otros géneros para el cobro y vestuario de su persona y sacar la bula de cruzada[10] (…)’’, a cambio de lo cual la muchacha debía brindar su servicio personal, ‘‘asistirle y servirle según está obligada’’[11]. Las mujeres del Alto Perú, en donde la producción regional de alimentos y bebidas era fundamental por su cercanía a las minas argentíferas, se destacaron en la producción y venta de chicha y coca, para a partir de eso traficar toda clase de productos desde sus pequeñas tiendas y puestos callejeros, llegando en algunos casos a ahorrar el metálico suficiente para invertir en solares y viviendas[12].En el actual territorio de Catamarca, se encontraban ocupadas en los tejidos de algodón que se consumían en distintos puntos del interior y el Tucumán[13].
  Todos estos puntos a mencionados entraban dentro del área de circulación de productos textiles, en cuya elaboración las mujeres tenían un papel muy destacado. Los textiles se distinguían por una ‘‘división sexual del trabajo muy peculiar, en la cual las mujeres hilaban y los hombres tejían’’[14]. Durante el siglo XVIII el poncho fue el más difundido en cuanto involucraba a diferentes regiones para su elaboración y comercialización: las plantaciones de algodón de las misiones jesuitas, los pueblos de Cuyo y Tucumán donde se usaban lana y algodón, los centros de piezas más pequeñas en San Luis y Córdoba, y la producción en telares de madera ‘‘a pala’’ con un acabado mucho más detallado en manos de las campesinas santiagueñas. Todos éstos circulaban por todo el espacio peruano, incluyendo  hasta Chile y hasta el Río de la Plata[15]. En este contexto, en las zonas rurales era común la ausencia de los hombres por determinados períodos en donde migraban a otros lugares para ofrecer su fuerza de trabajo o como integrantes de las milicias fronterizas, en los cuales las mujeres quedaban a cargo de la casa, la labranza de la tierra y la cría de animales (fundamentalmente mulas y ganado vacuno, aunque también ovejas como fuentes de carne y lana). ‘‘De ahí la enorme importancia que tendría la jefatura femenina en los hogares campesinos, papel que llega hasta nuestros días’’[16]. Se tratará más sobre este punto en el siguiente apartado.
  Muy distintas a las mujeres campesinas, estaban las señoras de la élite. Dentro de las alianzas matrimoniales entre los privilegiados, eran un elemento fundamental para tejer alianzas. Además de ser llamadas ‘‘doñas’’, eran las principales candidatas que se buscaban en el mercado matrimonial. De esta forma, el matrimonio y la maternidad estaban ligados a un mandato social, cultural e ideológico cuyo resultado era la subordinación femenina al mundo masculino’’[17]. Era lo más normal que los estancieros, alcaldes y mercaderes de las ciudades buscaran casarse con las descendientes de los colonizadores, con el objeto de salvaguardar el patrimonio familiar, ser considera un vecino feudatario, y en algunos casos hasta para llegar a la riqueza[18]. Solían buscar un buen casamiento para consolidar su status de vecinos y emprender el ascenso social, y ya desde comienzos del siglo XVII se notaba el interés de algunos de estos vecinos por llegar a la acumulación de varias mercedes de tierras a partir de matrimonios[19]. Existen innumerables casos sobre ello: a comienzos del siglo XVIII, don Joseph de Sosa (estanciero), contrajo matrimonio con Paula Casco de Mendoza, hija de un hacendado criador de mulas y diezmero de Exaltación de la Cruz; a su vez Agustina, otra de sus hijas, fue casada con Pablo Delgado, regidor del Cabildo de Buenos Aires[20]. Puede verse el interés del hacendado en posicionar bien a sus hijas casándolas con estancieros o funcionarios públicos, al mismo tiempo que estos buscaban salvaguardar su patrimonio. Según Carlos Mayo, una característica de los estancieros en la época colonial era la tendencia a casarse con mujeres del mismo estrato social, preferentemente hijas de otros estancieros[21]. Es importante resaltar la mentalidad de los hombres de la élite y de los estancieros: estaban ‘‘imbuidos en una ideología señorial, cimentada en el poder de explotación de la tierra y los hombres que la trabajaban propia del estrato nobiliario’’[22]. Para esa mentalidad, en el Río de la Plata los sectores subalternizados representaban un elemento fundamental en su papel de productores rurales en una economía basada principalmente en la ganadería y la agricultura.

Las mujeres en las explotaciones agropecuarias: hacendadas y pequeñas productoras 
  Se ha elegido analizar el ámbito rural fundamentalmente porque hasta por lo menos bien entrado el siglo XVIII el campo superaba en población y producción de recursos a las ciudades, dedicadas más bien a los negocios y la residencia de la élite. Se intentará ver qué importancia tuvieron las mujeres en los procesos de producción rural, y en qué condiciones se involucraron.
  Durante los primeros años del siglo, en el Litoral predominaron como principal práctica productiva, las vaquerías tradicionales[23]. Consistían en expediciones de caza organizadas por el cabildo de la ciudad y los vecinos, con el fin de extraer los cueros de los vacunos que ‘‘vagaban por la campaña, y que prácticamente durante un siglo proveyeron gran parte de los cueros exportados’’[24]. El cabildo solía nombrar accioneros, es decir, propietarios matriculados, sobre este ganado para evitar su caza indiscriminada[25], aunque el sistema era en su naturaleza destructivo, ya que cazaba y no criaba al vacuno[26], lo cual llevó progresivamente a su extinción durante la primera mitad de la centuria. El rol de las mujeres fue bastante diverso: en mayo de 1723 doña Gregoria de Herrera presentó un pedimento de postura a la vaquería en nombre de su marido, lo cual fue considerado por el cabildo[27]; ese mismo año, doña Lucía Flores también lo hizo por su marido Francisco Navarro[28]; doña Bárbara Casco de Mendoza, presentó una copia del testamento de su marido don Silverio Casco y las demás diligencias que se habían ejecutado. El cabildo aprobó dicha petición y la declaró como una de las accioneras del cimarrón[29]. Se puede ver a algunas mujeres vinculadas con las vaquerías llegando a ser nombradas como accioneras, aunque con la particularidad de que  accedían como viudas o con el testamento de sus maridos, lo que muestra la subordinación en relación a los hombres, quienes aparecen como accioneros en la gran mayoría de los casos.
  Con la extinción de las vaquerías en el margen occidental del Río de la Plata, fueron consolidándose otras formas de explotación pecuaria como la cría de vacunos en las estancias (las mismas habían nacido desde el siglo XVII para la cría de mulas destinadas a los mercados del norte[30]). Existen casos de mujeres dedicadas a la cría, y no solamente pequeñas cantidades: en 1723 se hizo mención de la posesión de 12 mil cabezas de ganado por parte de doña Gregoria de Herrera[31], lo cual hace pensar en que se trataba de una gran propietaria; en 1794 doña Francisca López dejó 496 pesos en arrendamientos a sus hijos, ‘‘varias haciendas de consideración’’, unas cuantas fanegas de trigo y campesinos en diversos estados de dependencia[32]. A su vez, es posible encontrarlas de otro nivel socioeconómico, como fueron Gregoria Gómez y la viuda de Villalba fueron arrendatarias[33].  En 1744 se registraron 16 mujeres que trabajaban en tierras ajenas, y 12 en propias, mientras que 34 vivían solas con sus hijos, 24 se agregaron en casas de parientes y otras 8 adquirieron esclavos[34]. Ya en 1789, 87 mujeres (distribuidas por los partidos de Areco, Pilar, Magdalena y Pergamino) conformaban el 8,5% del total de hacendados de, siendo la mayoría españolas y criollas viudas, además de propietarias de ganado vacuno con marca propia, caballar y ovinos[35]. Datos como éstos permiten subrayar que en el mundo rural rioplatense estaban lejos de ser un actor pasivo, ya que se las encuentra cultivando la tierra, ordeñando, cuidando del ganado, tejiendo e invirtiendo en diversos sectores de la economía[36]. Existía un contraste entre las hacendadas y las trabajadoras rurales, muchas de las cuales laboraban en parcelas, o se sumaban a las estancias como arrendatarias y agregadas, las cuales vivían en peores condiciones.

Esclavos, mulatos, pardos e ‘‘indios’’ en la campaña rioplatense
  Los esclavos y las castas se desempeñaron como mano de obra en distintas tareas. Empezando por los esclavos, desde muy temprano se los encontraba trabajando en las explotaciones agropecuarias y también en obras urbanas: a comienzos de 1725 los cabildantes porteños acordaron buscar un esclavo para que sirviera de pregonero y para otros cargos que se ofrecían en Buenos Aires[37];  entre los gastos de 1735 figuraban, además de lo invertido en la construcción de casas capitulares y el pago de salarios a los peones que en ella trabajaron, 5 pesos invertidos en la curación del mulato Ventura, siendo el total de 47 pesos y 4 reales[38]; en 1747, el cabildo eclesiástico de Santa Fe solicitó al Ayuntamiento permiso para utilizar esclavos en la construcción de la iglesia matriz[39]; en 1793, se los destacaba entre las posesiones de las Temporalidades, que poseían estancias por 60.000 pesos[40]. Al parecer eran más importantes en el trabajo rural, ya que sobre un total de 450 trabajadores rurales registrados en la campaña bonaerense (1744), 206 eran esclavos y 244 peones libres[41], con la diferencia de que éstos últimos comprendían la mano de obra itinerante que entraba y salía de las estancias, muchos de ellos siendo a su vez cuatreros,  o  pequeños y medianos productores sin acceso a la propiedad de la tierra que se concentraban en la producción de cereales y el pastoreo[42]. Fradkin y Garavaglia destacan la posesión de esclavos entre los grandes y medianos propietarios como elemento de estabilización de la mano de obra, ya que la ayuda de los jornaleros y peones migrantes eran ocasionales (en las yerras y siegas, por ejemplo)[43].
  Sus tareas eran variadas, y no todos gozaron de la misma condición. Éstos desollaban ganado, estaqueaban cueros, extraían la carne, eran domadores, se dedicaban a la yerra, la siega y la trilla, entre otras cosas[44]. Algunos se distinguían como buenos trabajadores y lograron ascender posiciones, como los casos de Patricio de Belén quien llegó a ser capataz en la estancia Las Vacas (Banda Oriental)[45], y de Tadeo Ojeda, un pardo capataz de doña Isabel Gil Campana en Cañada de la Cruz hacia 1789, administrando 500 varas de tierra de frente, una legua y media de fondo, 2000 vacunos, 500 ovejas, 1000 yeguas y 60 caballos[46].
  En cuanto a los indígenas, habría que definirlos a partir de su relación ambivalente con los españoles y criollos de la campaña: las relaciones de ‘‘amistad’’ y los duros enfrentamientos. Muchos de ellos llegaron a ofrecer su fuerza de trabajo en las chacras y estancias, funcionando como peones, pero también otros se destacaron por encabezar incursiones, saqueos y destrozos en las explotaciones rurales. Esta doble realidad puede apreciarse a través de las fuentes: en 1723 el cabildo de Buenos Aires envió a 3 españoles y 2 indios a hacer una recorrida por la campaña para informar el estado del ganado cimarrón[47]; ese mismo año se los encontraba recogiendo granos en las salinas[48]; hacía 1733 en Santa Fe, los indios de Santo Domingo Soriano vaqueaban junto a los vecinos de Corrientes y los jesuitas[49], tal y como solían hacerlo en la región chaqueña los de las reducciones de abipones y mocovíes desde los primeros contactos con los españoles[50]; cuatro años más tarde se mencionaba la presencia de los indios de Itatí en las vaquerías y faenas[51]. Además, se los podía hallar como fuerza de trabajo, algo natural hacia fines de siglo: en 1789, se registraron en el partido de Cañada de la Cruz 1 ‘‘indio’’, 3 mestizos y 9 pardos los cuales sumaban entre todos 1950 varas de tierra, 695 vacas, 759 ovejas, 296 yeguas, 197 caballos y 49 bueyes[52], lo cual da a entender que se trataba de pequeños productores que trabajaban en parcelas (como libres o arrendatarios), y que a su vez parece ser que producían para diferentes mercados (carne, sebo y grasa para el abasto local, cueros para la exportación, mulas para el Alto Perú, textiles con lana para los mercados regionales, etc.).
  Al mismo tiempo, había una visión muy negativa sobre  los que generaban pérdidas humanas y materiales para los productores. Existen muchos ejemplos: en 1723 el alcalde de primer voto propuso designar alguien para recoger a la gente que se encontraba en los campos del otro lado del Río de la Plata y controlar a los indios minuanes[53]; dos años después el capitán Juan Pascual González se quejaba de que los minuanes habían causado varios daños a los vecinos que se encontraban en la Banda Oriental haciendo cueros[54]; en 1740 el alcalde primero informaba que el gobernador había decidido mandar al sargento mayor Pablo Barragán con 130 hombres a la frontera de la nueva población, cerca de los pagos de Matanza y Magdalena, por alguna acechanza de los ‘‘indios infieles’’[55]; hacia finales de esa década  los vecinos de Santa Fe pidieron permiso para trasladar sus estancias desde Coronda hasta San Nicolás de los Arroyos debido a las incursiones que estaban realizando los indios, lo cual fue acordado[56]. En Santa Fe, también los veían como preocupación: en 1729 se acusó al ‘‘indio’’ Antonio del pueblo de Santo Domingo por encabezar robos de sebo, grasa y cueros en la otra banda del Paraná[57]; en 1741 una incursión de charrúas causó la muerte de tres vecinos españoles que estaban instalados aquellas tierras[58]; una década después el teniente de gobernador informaba que luego de una represalia contra los charrúas había conseguido matar a 8 varones, 5 mujeres y aprehender a 53 de ellos[59]; todavía por 1790 se mencionaba a los ‘‘infieles del chaco’’ como peligrosos porque entraban en las estancias produciendo daños y su desalojo[60].
  Luego de haber visto diferentes casos y algunas estadísticas, podría sostenerse que tanto ‘‘indios’’ como esclavos eran considerados inferiores a los ‘‘blancos’’, y que sirvieron a éstos principalmente como trabajadores. A su vez, existió una clara diferenciación entre los esclavos (trabajadores más estables), y los demás (mayoría de pequeños labradores, campesinos libres, o bien como ‘‘enemigos’’ que causaban destrozos). Aparte es importante subrayar que desempeñaban distintas funciones en torno a la ganadería y la agricultura, y que algunos de ellos llegaron a escalar posiciones como capataces de sus amos.


El caso de doña Juana Montenegro: una productora en la campaña bonaerense
  Se ha elegido hacer una descripción de un caso particular, el de doña Juana Montenegro. El motivo fue que dentro del mismo entran en juego los distintos temas que se han tratado en el artículo representados por una situación cotidiana del siglo XVIII en la campaña bonaerense. Doña Juana había sido esposa de don Juan de Rocha, un destacado vecino porteño vinculado a la ganadería, a funciones públicas como alcalde de la hermandad y al cabildo de la ciudad. Podría decirse que se trataba de un hacendado característico comienzos de siglo: en 1725 se lo nombró como rematador de dos vaquerías anuales, llegando a reunir 13000 cabezas para rematar cerca de Areco[61]; al año siguiente encabezó por orden del cabildo una recogida de 6500 animales[62]; en 1734 fue nuevamente encargado de las vaquerías para juntar 12000 cabezas[63]; y en 1749, varios años después de su fallecimiento, se registraron varias estancias de su propiedad en La Matanza, donde encontraron 700 cabezas de ganado vacuno entre grande y chico, 130 orejanos, y el resto eran animales con diferentes marcas y señales, las cuales no se identificaron todas debido a su variedad[64]. En pocas palabras, se trataba de un hombre que había estado muy vinculado a la recolección de alzados, y que probablemente a partir de eso haya consolidado sus haciendas, lo cual era moneda corriente entre los propietarios de ganado[65].
  Lo cierto es que Juana había contraído matrimonio con Rocha, y como viuda de éste, administraba sus bienes, entre lo cual se encontraba un esclavo. Por el mismo iba a tener un conflicto en 1743 con una parda libre, quien decía que el éste le pertenecía a ella, argumentando que era una posesión de don Juan de Rocha, quien se lo había vendido. Por otra parte, doña Juana era en ese momento tutora de sus hijos, y que por poseer dicha condición administraba los bienes del difunto, lo cual estaba expreso en su testamento[66]. En contra de las pretensiones de Pascuala de Ortega (parda), decía que no tenía fundamentos concretos y que la supuesta venta no figuraba entre las cuentas de su marido[67]. Por su parte Pascuala, sostenía que a ella se le debía ‘‘amparar en la posesión inmemorial, quita y pacífica de dicho negro’’[68]. Era fundamental la tenencia de dicho esclavo porque lo necesitaba para la producción de alimentos para la mantención de su familia[69]. En pocas palabras, está indicando que no se encontraba en condición de gran propietaria ni mucho menos, sino que más bien parece tratarse de una pequeña productora, debido a que su explotación está destinada fundamentalmente a los alimentos.
  Otras particularidades son que todas las cartas presentadas por ambas son firmadas por hombres, y que las autoridades se comprometen a brindar la justicia necesaria para ambas partes[70]. Por otro lado, doña Juana demostró ante la justicia que el esclavo le pertenecía mediante el testimonio y juramento de Pedro Cuello, vecino de la ciudad[71]. Aquí se observa la importancia que tenían los hombres en la sociedad colonial, tanto sobre la administración de los bienes como en los asuntos legales. Dicho señor también aseguró que don Juan de Rocha había comprado esclavos al Real Asiento de Gran Bretaña, vinculado directamente al comercio de cueros.  Vale decir que las autoridades se basaron en los interrogatorios a vecinos respetables para decidir sobre la querella, como fue el caso de don Juan Cabrera, quien afirmó que el esclavo había sido Juan de Rocha mediante la compra por Pedro Cuello[72].
  Pascuala se definía como mujer ‘‘sola y desamparada’’ que había comprado al negro Joseph Antonio con el dinero juntado gracias a la venta de bizcocho, y que el mismo había estado más de 20 años bajo su dominio[73]. Más adelante, se descubrió que había estado conchabado para dicha patrona en los acarreos del trigo, lo cual confirma que se trataba de una pequeña explotación agrícola[74]. A partir de todas estas descripciones, se podría concluir con lo siguiente:
ü  Los esclavos tenían una fundamental importancia en la economía, lo cual queda de manifiesto por el interés que le dan ambas partes.
ü  Las mujeres pardas que accedían a la libertad jurídica podían llegar a acumular cierto capital desde la producción y el comercio para conseguir esclavos.
ü  La mujer siempre ocupaba un lugar inferior al de los hombres, cuyos testimonios eran más valorados y además debían firmar todos los documentos oficiales.
ü  En el caso de doña Juana, se ve como se hacían cargo de los dominios una vez muerto el esposo, siempre y cuando fuera una viuda con hijos menores.
ü  Existía un fuerte vínculo entre las recogidas de ganado, la exportación de cueros y el comercio de esclavos, lo cual es indicio de que éstos eran usados para las faenas. Además se los utilizaba en parcelas para producir ‘‘lo necesario para la mantención de la familia’’.
ü  Tomando aparte el caso de Rocha, éste confirma la existencia de algunos hacendados vinculados a la ganadería, la agricultura, el comercio de exportación y las funciones públicas.

Conclusiones
  Como conclusiones generales, luego de haber analizado casos de mujeres, esclavos e indígenas que vivieron en la campaña rioplatense, se podría establecer:
ü  No todas las mujeres gozaban del mismo status socio-económico.
ü  La especialización regional en torno al ‘‘espacio peruano’’ favoreció a las diferencias locales sobre el trabajo femenino, aborigen y esclavo.
ü  Los esclavos estaba presentes en la gran mayoría de las unidades productivas.
ü  Éstos podía ascender mediante la compra de su libertad y los buenos desempeños como peones.
ü  Los indígenas tenían una relación ambivalente con los hispanos criollos: muchos trabajaban como peones, agregados o campesinos libres en la pampa, mientras que otros tantos eran un peligro casi constante por sus incursiones y daños frencuentes.
ü  Las mujeres de los sectores subalternos tuvieron importancia como trabajadoras rurales, textiles y del hogar. Las de los grupos más acomodados fueron relevantes en el mercado matrimonial para la conformación de alianzas y grandes patrimonios.
ü  Por último podría definirse una especia de ‘‘sector medio rural’’ entre las mujeres con los casos de doña Juana Montenegro y Pascuala Orrego, quienes pese a pertenecer a status diferentes, eran, al menos en lo que puede verse, pequeñas o medianas productoras.

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[1] Fradkin, R. y Garavaglia, J.C. (2009), La Argentina colonial. El Río de la Plata entre los siglos XVI y XIX, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, p. 18.
[2] Piana de Cuestas, J. (1992), ‘‘De encomiendas y mercedes de tierras: afinidades y precedencias en la jurisdicción de Córdoba (1573-1610) ’’, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana ‘‘Dr. Emilio Ravignani’’, Nº 5, 3º Serie, 1º semestre de 1992, p. 15.
[3] Gelman, J. (1998), ‘‘El mundo rural en transición’’, en Goldman, N. (Dir.), Nueva Historia Argentina. Tomo 3: Revolución, República, Confederación (1806-1852), Buenos Aires, Editorial Sudamericana, p. 78.
[4] Término empleado por las fuentes consultadas en reiteradas oportunidades.
[5] Néspolo, E. (2008), ‘‘Cautivos, ponchos y maíz. Trueque y compraventa, ‘doble coincidencia de necesidades’ entre vecinos e indios en la frontera bonaerense. Los pagos de Luján en el siglo XVIII’’, en Revista TEFROS, Vol. 6, Nº 2, Diciembre de 2008, p. 15.
[6] El Río de la Plata correspondió a dicha jurisdicción hasta la formación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, en el marco de las famosas Reformas Borbónicas.
[7] Fradkin, R. y Garavaglia, J.C. (2009), Op. Cit., p. 41.
[8] Ídem.
[9] Fradkin, R. y Garavaglia, J.C. (2009), Op. Cit., p. 33.
[10] La bula de la Santa Cruzada se daba a los españoles muchos privilegios a cambio de que aportaran gastos para combatir a los ‘‘indios infieles’’, así como también servicios religiosos.
[11] Fradkin, R. y Garavaglia, J.C. (2009). Op. Cit., p. 49.
[12] Presta, A.M. (2000), ‘‘La sociedad colonial: raza, etnicidad, clase y género’’, en Tandeter, E. (Dir.), Nueva Historia Argentina. Tomo II: la sociedad colonial, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, pp. 76-77.
[13] Milletich, V. (2000), ‘‘El Río de la Plata en la economía colonial’’, en Tandeter, E. (Dir.), Nueva Historia Argentina. Tomo II: la sociedad colonial, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, p. 214.
[14] Fradkin, R. y Garavaglia, J.C. (2009), Op. Cit., p.72.
[15] Ibídem, pp. 72-73.
[16] Ibídem. p. 76.
[17] Presta, A.M. (2000), Op. Cit., p. 69.
[18] Ibídem, p. 70.
[19] Azcuy Ameghino, E. (1995), El latifundio y la gran propiedad colonial rioplatense, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, p. 18.
[20] Birocco, C.M. (1996), ‘‘Los dueños del pueblo’’ en Azcuy Ameghino, E. (Dir.), Poder terrateniente, relaciones de producción y orden colonial, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, p. 66.
[21] Mayo, C. (2004), Estancia y sociedad en la pampa (1740-1820), Buenos Aires, Editorial Biblos, p. 61.
[22] Presta, A.M. (2000), Op. Cit., p. 57.
[23] Se las denomina aquí como vaquerías tradicionales porque más adelante también se llamaba vaquerías a las recogidas de ganado alzado organizadas por el Cabildo y los vecinos para obtener carne para el abasto, grasa, sebo, cueros (para la exportación) y para el repoblamiento de las estancias de la Banda Occidental del Río de la Plata.
[24] Azcuy Ameghino, E. (1995), Op. Cit., p.30.
[25] Birocco, C.M. (2003), ‘‘Alcaldes, capitanes de navío y huérfanas. El comercio de cueros y la beneficencia pública en Buenos Aires a comienzos del siglo XVIII’’, ponencia presentada en las III Jornadas de Historia Económica, Asociación Uruguaya de Historia Económica (AUDHE), Montevideo, 9 al 11 de julio de 2003, p. 1.
[26] Halperín Donghi, T. (2010), Historia contemporánea de América Latina, Buenos Aires, Alianza Editorial, p. 41.
[27] AGN, AECBA, Serie II, Tomo V, p. 77.
[28] Ibídem, p. 162.
[29] Ibídem, p. 223.
[30] Azcuy Ameghino, E. (1995). Op. Cit., p. 30.
[31] AGN, AECBA, Serie II, p. 114.
[32] Gresores, G. (1996), ‘‘Terratenientes y arrendatarios en la Magdalena: un estudio de caso’’, en Azcuy Ameghino, E. (Dir.), Poder terrateniente, relaciones de producción y orden colonial, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, pp. 144-147.
[33] Ibídem, p. 148.
[34] Mayo, C. (2004), Op. Cit., p. 167.
[35] Ibídem, pp. 167-168.
[36] Ibídem, p. 178.
[37] AGN, AECBA, Serie II, Tomo V, p. 442.
[38] AGN, AECBA, Serie II, Tomo VII, p. 208.
[39] AGPSF, ACSF, Tomo XI, folios 410-411b.
[40] AGPSF, ACSF, Tomo XVI, folios 190-194b.
[41] Mayo, C. (2004), Op. Cit., p. 135.
[42] Garavaglia, J.C. (1999), Pastores y labradores de Buenos Aires. Una historia agraria de la campaña bonaerense 1700-1830, Buenos Aires, Ediciones de la flor, p. 145.
[43] Fradkin, R. y Garavaglia, J.C. (2009), Op. Cit., p. 96.
[44] Mayo, C. (2004), Op. Cit., pp. 139-140.
[45] Ver Mayo, C. (2004), Capítulo XII.
[46] Padrón de ‘‘hacendados’’ del partido de Cañada de la Cruz (1789), en Azcuy Ameghino, E. (1996), Poder terrateniente, relaciones de producción y orden colonial, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, p. 229.
[47] AGN, AECBA, Serie II, Tomo V, p. 59.
[48] Ibídem, p. 222.
[49] AGPSF, ACSF, Tomo X ‘‘A’’, folios 165-167b.
[50] Lucaioli, C. y Nesis, F. (2007), ‘‘Apropiación, distribución e intercambio: el ganado vacuno en el marco de las reducciones de abipones y mocoví (1743-1767), en Revista Andes, Núm. 18, Universidad Nacional de Salta, p. 6.
[51] AGPSF, ACSF, Tomo X ‘‘B’’, folios 398-400b.
[52] Higa, M. (1996), ‘‘Tierra y ganado en un pago bonaerense de antiguo poblamiento’’, en Azcuy Ameghino, E. (Dir.), Poder terrateniente, relaciones de producción y orden colonial, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, p. 117.
[53] AGN, AECBA, Serie II, Tomo V, p. 216.
[54] Ibídem, p. 517.
[55] AGN, AECBA, Serie II, Tomo VIII, p. 162.
[56] AGN, Archivo del Cabildo (AC), 19-2-3, p. 126.
[57] APSF, ACSF, Carpeta 14 ‘‘A’’ Nº 73, folios 95-96b.
[58] AGPSF, ACSF, Tomo XI, folios 25-25b.
[59] AGPSF, ACSF, Tomo XII, folios 164-167b.
[60] AGPSF, ACSF, Tomo XVI, folios 46-59b.
[61] AGN, AECBA, Serie II, Tomo V, p. 454.
[62] Ibídem, p. 616.
[63] AGN, AECBA, Serie II, Tomo VII, p. 106.
[64] AGN, AC, 19-2-3, p. 304b.
[65] Ver Pérez, O. (1996), ‘‘Tipos de producción ganadera en el Río de la Plata colonial. La estancia de alzados’’, en Azcuy Ameghino, E. (Dir.), Poder terrateniente, relaciones de producción y orden colonial, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, pp. 151-184.
[66] AGN, Sucesiones, 8123, pp. 2-3.
[67] Ibídem, p. 3.
[68] Ibídem, p. 4.
[69] Ídem.
[70] Ibídem, pp. 5-6.  
[71] Ibídem, p. 10.
[72] Ibídem, p. 13.
[73] Ibídem, pp. 15-17.
[74] Ibídem, p. 18. 

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