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jueves, 28 de abril de 2016

''La mujer en el contexto rural colonial bonaerense. Diferentes roles y realidades sociales durante la primera mitad del siglo XVIII'', en V Jornadas de Historia de las Mujeres y Problemática de Género, Universidad de Morón, 23 y 24 de octubre de 2015.

Facultad de Filosofía, Ciencias de la Educación y Humanidades
Cátedra Abierta de Estudios de Género
Cátedra de Antropología Filosófica
Carrera de Filosofía


V Jornadas de Historia de las Mujeres y Problemática de Género
La experiencia del amor en el Mundo Antiguo

23 y 24 de Octubre de 2015

Mitología, Psicología, Filosofía, Antropología, Literatura, Historia, Arte, Psicoanálisis

La mujer en el contexto rural colonial bonaerense. Diferentes roles y realidades sociales durante la primera mitad del siglo XVIII
Mauro Luis Pelozatto Reilly[1]

Resumen
  Lo que se buscar a través de este trabajo es caracterizar algunos aspectos de las relaciones de género en la sociedad colonial de Buenos Aires a lo largo de la primera mitad del siglo XVIII, a través de la aproximación a los diferentes roles que desempeñaron y las realidades socioeconómicas de las mujeres en el contexto rural, tanto las pertenecientes a los sectores acomodados pero sobre todo las de los grupos subalternizados dentro de la misma sociedad del Antiguo Régimen. Lo que interesa analizar son las diferentes funciones dentro de las actividades productivas y las relaciones sociales y de trabajo dentro del espacio seleccionado. Se parte de la idea de que las mismas fueron muy importantes para el Orden Colonial y sus funciones muy diversas, en cuanto iban desde las producciones textiles hasta la cría de ganados, pasando por la siembra y la cosecha de cereales. A su vez, se observará cómo las féminas tuvieron la posibilidad de ascender socioeconómicamente (en el caso de las esclavas, mestizas, mulatas, etc.) en una sociedad claramente patrilineal y estratificada, también marcada por la división étnico-racial. Para eso se tendrán en cuenta mecanismos como el matrimonio, buen desempeño laboral y relaciones interétnicas mediante el análisis de testimonios extraídos del Cabildo de Buenos Aires y las descripciones y estadísticas que pueden obtenerse a partir de los padrones rurales y los inventarios de las distintas unidades de producción.

Introducción
  Las diferencias sociales se han estudiado desde diferentes enfoques para el período colonial. El papel que uno tendría dentro de la sociedad estaba marcado, en primera instancia, por el nacimiento y la familia. Ésta diferencia se hacía notar fundamentalmente entre los grupos conocidos como ‘‘blancos’’ (españoles y criollos), los cuales serían mayoría entre los sectores política y económicamente dominantes. A su vez, existían otros rasgos distintivos señalados por el color de la piel, la religión, el sexo (sociedad patrilineal), los grupos culturales y la libertad jurídica (libres o esclavos). 
  A partir de todos esos distintivos, lo que se plantea problematizar y analizar gira en torno a: ¿cuál era el papel que les correspondía a las mujeres?, ¿qué importancia tenían en esta sociedad claramente dominada por los hombres?, ¿qué grado de participación socioeconómica se les concedía?, ¿qué situaciones vivían las esclavas, indígenas, mestizas y demás integrantes de las castas en los procesos de producción rural y el comercio? Esas y otras problemáticas, son tratadas mediante el análisis de las fuentes aquí elegidas.
  Se ha tomado documentación perteneciente al Cabildo, por ser éste el principal órgano político a nivel local, y por ser la misma una rica y variada para apreciar los problemas sociales. Por otra parte, se ha recortado el análisis a la primera mitad del  siglo XVIII por ser lo suficientemente extenso como para poder ver las continuidades y las diferencias en el papel que jugaban las mujeres de los distintos sectores sociales, y a su vez cómo participaban dentro de una economía rural que atravesaba importantes transformaciones en Buenos Aires y todo el Litoral.
  También se pondrán en juego las opiniones de diferentes especialistas, para luego contrastarlas con las fuentes y algunos casos particulares. Éstos últimos se obtuvieron a partir del análisis de los padrones de los años 1726, 1738 y 1744 (los únicos pertenecientes a la primera mitad de la centuria), los cuales ofrecen datos como el estado civil, la casta o grupo social perteneciente, ocupación, si se tenía o no propiedad sobre la tierra, hijos, trabajos, ganados, etc. Además, éstos datos se pueden complementar bien con algunas descripciones más precisas sacadas de las sucesiones (inventarios de chacras y estancias, testamentarias, tasaciones de bienes, libros de cuentas, etc.).

Las mujeres de la sociedad colonial rioplatense: un repaso histórico regional
  Antes de cualquier tipo de análisis o aproximación, resulta necesario tener en consideración la  división entre las mujeres que integraban los sectores más acomodados de la sociedad colonial (familias de comerciantes, estancieros, funcionarios, etc.) y las de los que se hallaban en condiciones de vida bastante menos favorecidas, en el caso que nos toca fundamentalmente las pequeñas y medianas productoras rurales.
  Con respecto a éstas, su participación  dentro de la economía, la familia y el trabajo cambiaban según la región que se tome para la observación. Por ejemplo, Juan Carlos Garavaglia y Raúl Fradkin, al estudiar el Paraguay desde la fundación, encontraron como rol fundamental de las indígenas el funcionar como bienes de intercambio entre españoles y guaraníes, más o menos de la siguiente manera: los ‘‘indios’’ les daban mujeres a los peninsulares, lo cual éstos últimos recompensaban con regalos para los jefes. Además, eran utilizadas como mano de obra en los hilados y la labranza de la tierra[2]. Esta función femenina fue común en el mundo hispano colonial entre los siglos XVI-XVIII. En Córdoba, para mencionar otro ejemplo regional, las nativas eran empleadas como fuerza de trabajo dentro de las pequeñas parcelas que acumulaban los españoles mediante mercedes, para la elaboración de ropa de algodón que los encomenderos recibían como tributo[3]. Hasta el siglo XIX, las campesinas eran todavía reconocidas como ‘‘tejedoras’’, por su desempeño como criadoras de ovejas, además de que lavaban la lana, hilaban, tejían y teñían[4].
  En la región pampeana, la más relevante para esta investigación, el sector femenino tuvo un relevante papel, en la campaña, en diversos sentidos por su relación con los ‘‘indios infieles’’[5]: por un lado, se dedicaban a la elaboración de productos casi exclusivos del género, como lo eran los ponchos, valiosos dentro de las redes de intercambios interétnicos, los cuales suponían un proceso lento y laborioso[6]; además, hay que destacar su lugar como cautivas desde ambas partes para obligar a la negociación entre ellas y el intercambio de diferentes productos como ropa, ganado, maíz, sobreros, mantas, ponchos, metales, etc.). Esta situación podría asimilarse en cierto sentido con la del Paraguay a comienzos de la Época Colonial, en cuanto las mujeres funcionaban como mecanismos de negociación entre ‘‘españoles’’ y naturales.
  Es importante destacar que los intercambios no implicaron solamente a nativos americanos e hispano-criollos, sino que la región rioplatense así como también otros puntos del Interior formaban parte de un amplísimo espacio económico que giraba en torno al punto más rico y productivo de toda la jurisdicción del Virreinato del Perú: las minas de plata del Potosí[7]. ‘‘Llamamos ‘espacio peruano’ a todo el inmenso territorio que la minería altoperuana fue creando a su alrededor como polo de atracción ordenamiento regional’’[8]. Por esa característica de la economía colonial, es vital no perder de vista a las indígenas y trabajadoras rurales de las regiones que integraban dicho sistema económico, ya que ‘‘cada una de las regiones fue especializándose progresivamente en una o dos mercancías que tenían un precio competitivo en los mercados mineros’’[9].
  Por eso último es que se las podía ver produciendo diferentes costas para tributar, variando según el caso. Las descripciones pueden ser múltiples: en Santiago del Estero, desde muy temprano hilaban algodón para los alpargateros y calceteros[10]; en Cuyo se registró la existencia de ‘‘contratos’’ de trabajo entre mujeres y sus amos, como fue el caso de la ‘‘india’’ Úrsula y el suyo, el capitán Jorge Gómez de Araujo: éste se comprometía a darle ‘‘2 pesos de a 8 reales cada peso en plata, ropa, otros géneros para el cobro y vestuario de su persona y sacar la bula de cruzada[11] (…)’’, a cambio de lo cual la muchacha debía brindar su servicio personal, ‘‘asistirle y servirle según está obligada’’[12]. Las mujeres del Alto Perú, en donde la producción regional de alimentos y bebidas era fundamental por su cercanía a las minas argentíferas, se destacaron en la producción y venta de chicha y coca, para a partir de eso traficar toda clase de productos desde sus pequeñas tiendas y puestos callejeros, llegando en algunos casos a ahorrar el metálico suficiente para invertir en solares y viviendas[13].En el actual territorio de Catamarca, se encontraban ocupadas en los tejidos de algodón que se consumían en distintos puntos del interior y el Tucumán[14].
  Todos estos ‘‘universos regionales’’ mencionados formaban parte del área de circulación de productos textiles, en cuya elaboración las féminas tenían un papel muy relevante. Los textiles se distinguían por una ‘‘división sexual del trabajo muy peculiar, en la cual las mujeres hilaban y los hombres tejían’’[15]. Durante el siglo XVIII el poncho fue el más difundido en cuanto involucraba a diferentes regiones para su elaboración y comercialización: las plantaciones de algodón de las misiones jesuitas, los pueblos de Cuyo y Tucumán donde se usaban lana y algodón, los centros de piezas más pequeñas en San Luis y Córdoba, y la producción en telares de madera ‘‘a pala’’ con un acabado mucho más detallado en manos de las campesinas santiagueñas. Todos éstos circulaban por todo el espacio peruano, incluyendo  hasta Chile y hasta el Río de la Plata[16].
  En todo este contexto descripto, era común en las zonas rurales la ausencia de los hombres por determinados períodos en donde migraban a otros lugares para ofrecer su fuerza de trabajo o como integrantes de las milicias fronterizas, en los cuales sus esposas, madres, hijas y parientes quedaban a cargo de los quehaceres domésticos, la siembra y la cosecha sobre la tierra y el cuidado de animales (principalmente mulares y vacunos, aunque también ovinos como fuentes de carne y lana). ‘‘De ahí la enorme importancia que tendría la jefatura femenina en los hogares campesinos, papel que llega hasta nuestros días’’[17]. Se tratará más sobre estos puntos en el siguiente apartado.
  Muy distintas a las mujeres campesinas, estaban las señoras de la élite. Dentro de las alianzas matrimoniales entre los privilegiados, eran un elemento fundamental para tejer alianzas políticas y mercantiles. Además de ser llamadas ‘‘doñas’’, eran las principales candidatas que se buscaban en el mercado matrimonial por obvias razones. De esta forma, el matrimonio y la maternidad estaban ligados a un mandato social, cultural e ideológico cuyo resultado era la subordinación femenina al mundo masculino’’[18]. Era lo más normal que los estancieros, alcaldes y mercaderes de las ciudades buscaran casarse con las descendientes de los colonizadores, con el objeto de salvaguardar el patrimonio familiar, ser considera un vecino feudatario, y en algunos casos hasta para llegar a la riqueza[19]. Solían buscar un buen casamiento para consolidar su status de vecinos y emprender el ascenso social, y ya desde comienzos del siglo XVII se notaba el interés de algunos de estos por llegar a la acumulación de varias mercedes de tierras a partir de matrimonios[20]. Existen innumerables casos sobre ello: a comienzos del siglo XVIII, don Joseph de Sosa (estanciero), contrajo matrimonio con Paula Casco de Mendoza, hija de un hacendado criador de mulas y diezmero de Exaltación de la Cruz; a su vez Agustina, otra de sus hijas, fue casada con Pablo Delgado, regidor del Cabildo de Buenos Aires[21]. Puede verse el interés del hacendado en posicionar bien a sus hijas casándolas con estancieros o funcionarios públicos, al mismo tiempo que estos buscaban mantener su posición y su patrimonio. Según Carlos Mayo, una característica de los estancieros en la época colonial era la tendencia a casarse con mujeres del mismo estrato social, preferentemente hijas de otros de su grupo[22].
  Es importante resaltar la mentalidad de los hombres de la élite y de los estancieros: estaban ‘‘imbuidos en una ideología señorial, cimentada en el poder de explotación de la tierra y los hombres que la trabajaban propia del estrato nobiliario’’[23]. Para esa mentalidad, en el Río de la Plata los sectores subalternizados representaban un elemento fundamental en su papel de productores rurales en una economía basada principalmente en la ganadería y la agricultura.

Las mujeres en las explotaciones agropecuarias
  Se ha elegido analizar el ámbito rural fundamentalmente porque hasta por lo menos bien entrado el siglo XVIII el campo superaba en población y producción de recursos a las ciudades, dedicadas más bien a los negocios y la residencia de la élite. Se intentará ver qué importancia tuvieron las mujeres en los procesos de producción rural, y en qué condiciones se involucraron.
  Durante los primeros años del siglo, en el Litoral predominaron como principal práctica productiva, las vaquerías tradicionales[24]. Consistían en expediciones de caza organizadas por el Cabildo de la ciudad y los vecinos, con el fin de extraer los cueros de los vacunos que ‘‘vagaban por la campaña, y que prácticamente durante un siglo proveyeron gran parte de los cueros exportados’’[25]. El organismo mencionado solía nombrar accioneros, es decir, propietarios matriculados, sobre este ganado para evitar su caza indiscriminada[26], aunque el sistema era en su naturaleza destructivo, ya que cazaba y no criaba al vacuno[27], lo cual llevó progresivamente a su extinción durante la primera mitad de la centuria.
  El rol de las mujeres fue bastante diverso en torno a eso: en 1723 doña Gregoria de Herrera presentó un pedimento de postura a la vaquería en nombre de su marido, lo cual fue considerado por los cabildantes[28]; ese mismo año, doña Lucía Flores también lo hizo por su marido Francisco Navarro[29]; doña Bárbara Casco de Mendoza, presentó una copia del testamento de su esposo don Silverio Casco y las demás diligencias que se habían ejecutado. El Cabildo aprobó dicha petición y la declaró como una de las accioneras del cimarrón[30]. Se puede ver a algunas mujeres vinculadas con las vaquerías llegando a ser nombradas como accioneras, aunque con la particularidad de que  accedían como viudas o con el testamento de sus maridos, lo que muestra la subordinación en relación a los hombres, quienes aparecen ellos mismos como propietarios directos en la gran mayoría de los casos.
  Con la extinción de las vaquerías en el margen occidental del Río de la Plata, fueron consolidándose otras formas de explotación pecuaria como la cría de vacunos en las estancias (las mismas habían nacido desde el siglo XVII para la cría de mulas destinadas a los mercados del Norte[31]). Existen casos de mujeres dedicadas a la cría, y no solamente pequeñas cantidades: en 1723 se hizo mención de la posesión de 12 mil cabezas de ganado por parte de doña Gregoria de Herrera[32], lo cual hace pensar en que se trataba de una gran propietaria; hacia fines de siglo doña Francisca López dejó 496 pesos en arrendamientos a sus hijos, ‘‘varias haciendas de consideración’’, unas cuantas fanegas de trigo y campesinos en diversos estados de dependencia[33]. A su vez, es posible encontrarlas de otro nivel socioeconómico, como fueron Gregoria Gómez y la viuda de Villalba fueron arrendatarias[34].  En 1744 se registraron 16 mujeres que trabajaban en tierras ajenas, y 12 en propias, mientras que 34 vivían solas con sus hijos, 24 se agregaron en casas de parientes y otras 8 adquirieron esclavos[35]. Ya en 1789, 87 mujeres (distribuidas por los partidos de Areco, Pilar, Magdalena y Pergamino) conformaban el 8,5% del total de hacendados de, siendo la mayoría españolas y criollas viudas, además de propietarias de ganado vacuno con marca propia, caballar y ovinos[36]. Datos como éstos permiten subrayar que en el mundo rural rioplatense estaban lejos de ser un actor pasivo, ya que se las encuentra cultivando la tierra, ordeñando, cuidando del ganado, tejiendo e invirtiendo en diversos sectores de la economía[37]. Existía un contraste entre las hacendadas y las trabajadoras rurales, muchas de las cuales laboraban en parcelas, o se sumaban a las estancias como arrendatarias y agregadas, las cuales vivían en peores condiciones. A partir de este marco general, resulta más interesante una descripción más detallada de los diferentes sectores.

Estancieras
  A partir del análisis de los padrones y algunos inventarios seleccionados, se puede ver claramente la existencia de mujeres que, ya sea por cuenta propia o como administradoras de los bienes pertenecientes a sus difuntos maridos, vivían sobre importantes tierras y cantidades poco despreciables de cabezas de ganado. Sin embargo, como puede notarse gracias a la siguiente estadística[38], la gran mayoría de las explotaciones eran pertenecientes a hombres, y una porción mucho menor tenía como cabeza de unidad a las mujeres:
  Existen bastantes casos registrados al respecto, los cuales brindan algunos datos de valor: registrada en 1726, doña Magdalena Pavón, del pago de Pesquería, vivía con un hijo pequeño y tenía a otro de 25 años como agregado, siendo ella una estanciera de aquel paraje. Por otro lado, tenía en su compañía a Cristóbal de Castros y sus dos hijos[39]. Doña Ana de Saya, del mismo pueblo, vivía con sus dos hijos mayores de edad y también estaban sentados sobre tierras de estancias[40]. Doña Juana Barragán, viuda que vivía con sus 6 hijos, fue registrada como estanciera propietaria de sus tierras en Cañada de la Cruz[41]. De estos ejemplos se desprenden algunos datos importantes: en primer lugar, la utilización de la mano de obra familiar para las explotaciones de la estancia; en segundo término, la existencia de mujeres propietarias de tierras de considerables dimensiones (ha de suponerse por la descripción de las mismas); por último, la presencia de agregados y gente en compañía, junto con las estancieras y sus familias, lo cual habla de que había campesinos en estado de dependencia junto a las mismas.
  Hablando de los identificados como ‘‘agregados’’, habría que decir que los mismos eran campesinos que entraban en una relación de dependencia con el hacendado o productor a través de una especie de contrato no escrito, es decir, basado fundamentalmente en la ‘‘fuerza de la costumbre’’. Simplificando, se trataba de un vínculo consuetudinario a partir del cual el dueño de la tierra daba el derecho de usufructo sobre una parcela a cambio de una contraprestación que se pagaba principalmente en trabajo[42]. A su vez, éstos coexistieron con los esclavos y peones libres dentro de las explotaciones, siendo aún más convenientes que éstos últimos para los empleadores, en el sentido de que no eran asalariados. Supieron desempeñarse en las recogidas de ganado, las cosechas de trigo, la labranza, entre otras cosas, e inclusive podían ser conchabados en algún otro momento[43].
  También había mujeres que contaban con esclavos entre sus haciendas. Doña Paula Casco, empadronada en 1738 entre los pagos de Pesquería y Areco, tenía 4 esclavos y ‘‘crecidas haciendas’’[44]. Doña Francisca Torrillas, de Las Conchas, era viuda, vivía con sus 7 hijos y tenía un esclavo en sus tierras de estancia. En condiciones similares vivía su vecina doña Francisca Flores, quien declaró ser asistida por sus hijos[45]. Josefa Martínez, de Luján, tenía tierras de estancia, un hijo que la acompañaba, 3 esclavos y 2 peones, uno español y el otro proveniente de Corrientes[46]. Juana Arias de Mansilla, del mismo partido, era viuda, tenía 3 hijos y junto con ella vivían 8 agregados (un negro, dos negras y Joseph de Malo, casado y con 3 hijos) y un mulato esclavo en su estancia[47]. En los casos de todas aquellas hacendadas puede apreciarse bien claramente la coexistencia entre esclavos, agregados y mano de obra familiar, incluso dentro del mismo establecimiento productivo y bajo la administración de mujeres reconocidas como vecinas de Buenos Aires.
   Otro tema a tener en cuenta corresponde a las actividades productivas que encabezaban estas mujeres registradas como ‘‘estancieras’’. Por lo que parece, la mayoría estaba vinculada a la explotación pecuaria, aunque no descartamos la presencia de prácticas agrícolas en los establecimientos. Por ejemplo, Lucía Barragán, vecina de Magdalena, fue empadronada únicamente junto a una nieta soltera, aunque tenía 300 vacas, 200 yeguas y era propietaria de la estancia, con casa de ladrillo de dos tirantes[48]. Clara Márquez, del mismo paraje, aparentemente era una gran hacendada: contaba con un mulato y un agregado, 1000 vacas, 400 ovejas, y vivía en casa de adobe y tejas[49]. Doña Martina de Luola, también en Magdalena, vivía con su hijo y un sobrino, pero además disponía de 5 esclavos (una mulata), 50 vacas, 1000 yeguas y vivía en casa de adoba y tejas de 5 tirantes[50]. Las fuentes anteriormente citadas ilustran una realidad más que llamativa: los importantes planteles de ganado que estaban bajo propiedad y usufructo de éstas mujeres reconocidas como cabeza de familia.
  Asimismo, hay que resaltar la variedad de ganado que tenían y con el cual producían diversos efectos para distintos mercados. Como bien dice Garavaglia, desde comienzos del siglo XVIII se presentaban distintas posibilidades en el mercado para los productores pecuarios: por un lado estaba el abasto de carne local, las faenas para hacer grasa, sebo y cueros (principal producto rural de exportación), y también los envíos de ganados en pie (vacunos y mulares) hacia diferentes regiones[51]. Estas distintas alternativas mercantiles para la ganadería pueden percibirse a partir de los animales registrados en las unidades productivas que administraban estas mujeres, tanto desde los padrones como en inventarios y tasaciones. Por ejemplo, doña Damiana de Alba contaba con huertas, parrales, higueras, frutales pequeños, membrillos, plantas de duraznos, ganados, olivos, un negro de 350 pesos, una mulatilla de 300, una negra de 50 años y su hija casada con otro negro que se había comprado con su plata, medialunas de hierro, hachas, martillos, lienzos y palas[52]. La mujer de Raimundo Pérez tenía 100 varas de tierras, otras 100 en Cañada de la Cruz, 20 yeguas a 2 reales cada una, 6 hoces, una carretilla, cavados de hierro, martillos, etc.[53]. En su testamento, doña María Ayala dejó registrados un carretón y varias carretas, 12 bueyes, 166 terneras, 361 vacunos, 50 yeguas, 28 potrancas, un yerro de herrar, tierras de estancia, casa de adobe y paja, cajas, frasqueras, tachos, ollas, azadones, una negra de 14 años y un negro de 12 y algunas mesas[54]. Los casos de aquellas tres mujeres no eran nada extraño en su época, y sirven para pensar que en las unidades productivas que pueden llegar a reconocerse como ‘‘estancias’’ se criaban distintos tipos de ganados, había esclavos, y se complementaba a la ganadería con otras actividades productivas, como por ejemplo la recolección de frutales y la producción agrícola. Esto último puede notarse gracias a la aparición de bueyes, carretas y otros elementos característicos de dicha rama de la economía rural (hoces, rastrillos, azadones, tachos, etc.). Además, no debería descartarse en absoluto que estas mujeres utilizaran sus carretas y carretones para dedicarse al comercio local y regional.
  En conclusión, se encontraron mujeres al frente de importantes unidades productivas, las cuales complementaban la ganadería con la agricultura, y con importantes variantes en la primera (cría de vacunos, yeguas, mulas, ovinos, caballos, etc.), además de que probablemente algunas de ellas también ejercieran prácticas mercantiles con sus carretas. Asimismo, dentro de sus tierras, supieron tener distintos trabajadores y campesinos dependientes, desde esclavos hasta peones, pasando por agregados y gente ‘‘en su compañía’’, todas las formas siempre por debajo, en importancia, de la mano de obra familiar (prácticamente omnipresente).

Pequeñas y medianas productoras
  Por debajo en la consideración social y en las condiciones materiales de vida, e interactuando con las estancieras y grandes hacendadas, había otras mujeres que también eran muy importantes, fundamentalmente por su producción para el mercado local y como fuerza de trabajo disponible. Se ha englobado a las mismas como ‘‘pequeñas y medianas productoras’’, denominación que puede discutirse, pero que ayuda a simplificar el análisis, ya que dentro de dicho grupo existieron casos diversos.
  Estaban aquellas que se dedicaban a producir en sus pequeñas parcelas, ya fuesen específicamente de su propiedad o no, básicamente para poder subsistir.  Doña Isabel Barragán, de Cañada de la Cruz, vivía aparentemente sola y de la cría de algunos animales[56]. En la misma situación aparece registrada doña Ana de Molina[57]. Dominga de Sayas, de Pesquería, vivía sola con sus 3 hijos y algunas cabezas de ganado[58]. Pascuala Rivero, de Areco, estaba sola y vivía de la cría de algunos animales[59]. En estos casos, las mujeres se basaban exclusivamente en la mano de obra familiar, y sólo contaban con algunas o pocas cabezas de ganado, lo cual deja pocas posibilidades en torno a su situación económica: bien podían criar animales para alimentarse, o bien podían destinar algunos géneros al mercado local.
  A su vez, había otras que poseían planteles de ganado más considerables, las cuales podrían ser catalogadas como ‘‘medianas productoras’’. Isabel Roldán, de Arrecifes, poseía un rancho, estaba establecida en tierras ajenas y contaba con 100 vacas y algunas ovejas. Dominga Aguirre estaba en la misma condición y contaba con 50 yeguas de cría y 100 ovinos. Ángela Pintos tenía rancho asentado en tierras ajenas, 10 vacas, 50 yeguarizos y 100 ovejas;  doña Paula de Ávalos, del mismo pago de Arrecifes, vivía en las mismas condiciones, con 100 yeguas y 30 caballos[60]. Aquí puede denotarse, aunque en menor escala, la presencia de las ya mencionadas distintas alternativas mercantiles para la ganadería dentro del espacio económico colonial.
  Sin embargo, dentro de este mismo grupo estaban aquellas que se dedicaban en mayor medida a la agricultura del cereal. Vinculada a esta rama de la economía estaban las unidades productivas definidas como quintas y chacras. Las primeras eran unidades más pequeñas ubicadas cerca de la ciudad, las cuales se dedicaban más que nada a la forrajearía y los productos de huerta para el mercado urbano. En cuanto a las chacras, éstas eran explotaciones agrícolas, tanto hortícola como triguera, en donde no estaba ausente del todo la ganadería[61]. Dentro de estas explotaciones, también hubo mujeres que se destacaron como cabezas de familia, al frente de la producción. Tales fueron los casos de doña Juana García Enríquez y doña Catalina Lobo, ambas viudas, como también las de don Sebastián Delgado, Nicolás Gaitán y Guillermo Duque, que vivían todas de sus chacras en el pago de Los Arroyos[62]. Doña Catalina Baca, vecina de Ramallo que era oriunda de Santa Fe, era viuda, tenía 3 hijos que vivían con ella, y se sustentaban de las sementeras que labraban sobre tierras ajenas[63]. Tomasa Lagos vivía entre Cañada de la Cruz y Pesquería junto a sus 7 hijos y 3 peones (2 pardos y un indio), todos sobre tierras de Tomás Monsalve utilizadas para la labranza[64]. Pascuala Cabrera, de Las Conchas, era viuda y vivía con sus hijos (5) sobre sus tierras de chacra[65]. Rosa Ocampo, viuda con 6 hijos asentada en el pago de Escobar, vivía en una situación similar, aunque sus tierras de labranza pertenecían al Capitán don Fermín de Pesoa[66]. Doña Inés de Aguirre tenía como agregados a un mulato y una india casados (habían tenido 3 hijas) en sus tierras de chacra arrendadas en Magdalena[67].
  Repasando todos los casos mencionados y descriptos, pueden hacerse algunas aproximaciones respecto a las mujeres que vivían y trabajaban en sus chacras o en tierras de labranza en distintas situaciones de ocupación: a) Había mujeres que eran propietarias de sus chacras y otras que vivían en parcelas pertenecientes a otros vecinos (las arrendaban para practicar la labranza); b) También en las unidades que podrían categorizarse como ‘‘chacras’’ se complementaban la mano de obra familiar con la de los peones, agregados y esclavos; c) Parecer ser que todas estas chacras eran unidades fundamentalmente agrícolas, aunque no se puede negar la presencia de la ganadería. Por ejemplo, había pequeñas productoras rurales que complementaban ambas orientaciones productivas: doña Damiana de Alba tenía 3 esclavos, algunos ganados, árboles frutales, olivos, medialunas de hierro, hachas, martillos, lienzos y palas[68]; Doña Catalina Hernández, vecina de Ramallo censada en 1744, vivía junto a sus 2 nietas y todas se mantenían de la labranza y de la cría de vacas y yeguas sobre tierras ajenas[69];  la viuda de Raimundo Pérez declaró en 1745 unas 100 varas de tierras, otras 100 en Cañada de la Cruz, 20 yeguas a 2 reales cada una, 6 hoces, una carretilla, cavados de hierro, martillos, etc.[70]. Este último caso podría reconocerse como el de una mediana productora agropecuaria, en cuanto se dedicaba, a una escala ni muy pequeña ni muy grande, a la cría de distintos tipos de ganado y la producción de cereales para el mercado local, respondiendo así a las demandas de distintos puntos regionales del espacio colonial.
  Junto con las estancieras, hacendadas, pequeñas y medianas pastoras o labradoras, había otras mujeres que no pueden ser dejadas de lado, aquellas que tenían a su fuerza de trabajo y su familia como medios de subsistencia centrales.


Las trabajadoras rurales
  Por debajo de las grandes, pequeñas y medianas productoras rurales, había otras mujeres, en su mayoría pertenecientes a las diversas castas (mulatas, mestizas, indias, pardas, etc.), cuyo principal medio de supervivencia era ofrecer su fuerza de trabajo en las casas y tierras de otros (incluso podían ser simultáneamente pequeñas propietarias). En este punto es acertado plantear el concepto de ‘‘mujeres trabajadoras’’ elaborado, desde el análisis del padrón de 1744 (tomando ciudad y campaña), por María Selina Gutiérrez Aguilera, quien define como tales a aquellas que, ‘‘ya fuera por su etnia o por su condición social, tuvieron como medio de supervivencia su propio trabajo’’[71].
  Existen innumerables ejemplos sobre esa situación para este período: Josepha Hernández, cordobesa asentada en Arroyo Seco, era una viuda que vivía con sus 3 hijos y vivía hilando y criando unos pocos animales[72];  Doña Petrona de Espínola, santafesina asentada sobre las costas del Paraná, vivía junto a 5 nietos y declaró vivir de la costura[73]; Bartola Contreras, santafesina viuda que vivía junto con 3 hijos en el Arroyo del Medio, estaba viviendo en tierras ajenas y se mantenía con su trabajo personal[74]. Exactamente en la misma situación se encontraban Faustina González y doña María Malagueño, ambas de la misma Provincia[75].  Puede verse que las actividades desempeñadas por estas mujeres variaban, yendo desde la costura hasta funcionar como mano de obra en las explotaciones rurales.
  Por otra parte, había mujeres trabajadores que se encontraban en estado de dependencia en relación a las unidades productivas. Tal es el caso de las agregadas, aquellas que trabajaban a cambio de un beneficio, como lo era la posibilidad de explotar una parcela de chacra o estancia por cuenta propia, aunque sin acceder a la propiedad legal de la misma. Lorenza Pavón (viuda), proveniente de la jurisdicción de Santa Fe vivía, desde hacía 6 años, en compañía de Bernardino Avalos, un estanciero de Luján[76]. Josefa de Aguilar, santafesina, era viuda y vivía con sus 3 hijos en Cañada de la Cruz, y no contaba con esclavos, peones ni agregados, sino que estaban en compañía del estanciero y alférez Lucas de Castro[77].Doña Rosa de Retamal, viuda y proveniente de Santa Fe, hacía 2 años que estaba en compañía del alférez Antonio Rodríguez, estanciero de Cañada de la Cruz[78]. En el mismo pago vivían Ignacia de Rocha (una tucumana casada, casada, con 2 hijos y junto a su hermano) y doña Isabel de Zamora (viuda y con dos hijos), todos en tierras del Capitán Marcos Rodríguez[79].
   En esos casos mencionados pueden apreciarse algunas cosas a resaltar: en primer lugar, que aquellas agregadas solían provenir de otras provincias o regiones del espacio colonial; en segundo término, generalmente vivían acompañadas de progenie y se asentaban en tierras de otros; por último, vale la pena recalcar que en los casos tomados de los padrones, las agregadas estaban dentro de estancias, lo cual hace innegable su contacto con la ganadería.
  En lo correspondiente a las ‘‘castas’’, puede decirse que los integrantes femeninos de dichos grupos socio-étnicos vivieron en la campaña bonaerense distintas realidades. Por debajo de todos en la escala social, estaban las esclavas, que bien pudieron desempeñar distintas tareas domésticas y agro pastoriles en las explotaciones de sus amos: tales fueron los casos de la negra ‘‘de cómo 25 años’’ que dejaba entre sus bienes Joseph Reynoso (1750), la cual pudo haber estado vinculada a distintos servicios, ya que su amo contaba con ganado vacuno, mulas, carretas, carretones y herramientas agrícolas[80];  el Capitán Marcos Rodríguez tenía, entre otras tantas cosas, una negra llamada María de 40 años, un negro de 40 años valuado en 260 pesos, un negro muy viejo llamado Luis que valía 50 pesos[81];  Juan Manuel Arce tenía un tacho de cobre, una chacra con árboles frutales e instrumentos, una negra llamada Jerónima de 40 años y 220 pesos, Manuela (mulata) de 18 años y 300 pesos, Ramón (mulato) de 28 años y 250 pesos, Domingo de 20 años y 254 pesos, Gregorio de 26 años y 270 pesos (todos mulatos), un negrito llamado Joseph (300 pesos)[82]. Todos estos hacendados rurales contaban con ganados de distintas especies (principalmente yeguas y vacunos, con los fines económicos ya descriptos) y también con herramientas indicadoras de producción agrícola. Asimismo, puede verse cómo las mujeres, en el caso de las esclavas, eran consideradas como inferiores a los hombres de su mismo grupo social, al menos en cuanto al precio, sobre el cual el sexo era fundamental.
  Por otra parte, para las mujeres mestizas, mulatas y pardas, éstas se hallaban en distintas situaciones en torno a las explotaciones rurales y dentro de la sociedad rural. Más allá de las que funcionaban como las ya mencionadas agregadas o pequeñas propietarias libres, había algunas que alcanzaban cierto grado de movilidad social. Como bien sostiene Gutiérrez Aguilera, si bien era una realidad que la mayoría de las ‘‘etnias inferiores’’ pertenecían al sector trabajador, también existía una movilidad social que les permitía ascender en la escala social. Así, las ‘‘mujeres trabajadoras’’ se conformaban como un grupo heterogéneo. Por ejemplo,  en 1726 se destaca el caso de la mestiza que era mujer del Capitán Miguel Reinoso, un pardo, que además de tener el rango de Capitán, lo cual no es poca cosa, poseía tierras de estancia en Cañada de la Cruz[83].
  Años más tarde, se produjo un conflicto muy particular entre doña Juana Montenegro y una parda libre llamada Pascuala. Doña Juana había sido esposa de don Juan de Rocha, un destacado vecino porteño vinculado a la ganadería, a funciones públicas como Alcalde de la Hermandad y al Cabildo de la Ciudad. Podría decirse que se trataba de un hacendado característico comienzos de siglo: en 1725 se lo nombró como rematador de dos vaquerías anuales, llegando a reunir 13000 cabezas para rematar cerca de Areco[84]; al año siguiente encabezó por orden del Cabildo una recogida de 6500 animales[85]; en 1734 fue nuevamente encargado de las vaquerías para juntar 12000 cabezas[86]; y en 1749, varios años después de su fallecimiento, se registraron varias estancias de su propiedad en La Matanza, donde encontraron 700 cabezas de ganado vacuno entre grande y chico, 130 orejanos, y el resto eran animales con diferentes marcas y señales, las cuales no se identificaron todas debido a su variedad[87]. En pocas palabras, se trataba de un hombre que había estado muy vinculado a la recolección de alzados, y que probablemente a partir de eso haya consolidado sus haciendas, lo cual era moneda corriente entre los propietarios de ganado[88].
  Lo cierto es que Juana había contraído matrimonio con Rocha, y como viuda de éste, administraba sus bienes, entre lo cual se encontraba un esclavo. Por el mismo iba a tener un conflicto en 1743 con una parda libre, quien decía que el éste le pertenecía a ella, argumentando que era una posesión de don Juan de Rocha, quien se lo había vendido. Por otra parte, doña Juana era en ese momento tutora de sus hijos, y que por poseer dicha condición administraba los bienes del difunto, lo cual estaba expreso en su testamento[89]. En contra de las pretensiones de Pascuala de Ortega (parda), decía que no tenía fundamentos concretos y que la supuesta venta no figuraba entre las cuentas de su marido[90]. Por su parte Pascuala, sostenía que a ella se le debía ‘‘amparar en la posesión inmemorial, quita y pacífica de dicho negro’’[91]. Era fundamental la tenencia de dicho esclavo porque lo necesitaba para la producción de alimentos para la mantención de su familia[92]. En pocas palabras, está indicando que no se encontraba en condición de gran propietaria ni mucho menos, sino que más bien parece tratarse de una pequeña productora, debido a que su explotación está destinada fundamentalmente a los alimentos.
  Otras particularidades son que todas las cartas presentadas por ambas son firmadas por hombres, y que las autoridades se comprometen a brindar la justicia necesaria para ambas partes[93]. Por otro lado, doña Juana demostró ante la justicia que el esclavo le pertenecía mediante el testimonio y juramento de Pedro Cuello, vecino de la Ciudad[94]. Aquí se observa la importancia que tenían los hombres en la sociedad colonial, tanto sobre la administración de los bienes como en los asuntos legales. Dicho señor también aseguró que don Juan de Rocha había comprado esclavos al Real Asiento de Gran Bretaña, vinculado directamente al comercio de cueros.  Vale decir que las autoridades se basaron en los interrogatorios a vecinos respetables para decidir sobre la querella, como fue el caso de don Juan Cabrera, quien afirmó que el esclavo había sido Juan de Rocha mediante la compra por Pedro Cuello[95].
  Pascuala se definía como mujer ‘‘sola y desamparada’’ que había comprado al negro Joseph Antonio con el dinero juntado gracias a la venta de bizcocho, y que el mismo había estado más de 20 años bajo su dominio[96]. Más adelante, se descubrió que había estado conchabado para dicha patrona en los acarreos del trigo, lo cual confirma que se trataba de una pequeña explotación agrícola[97]. De más está aclarar que la vencedora fue quien contaba con el apoyo de la palabra de los vecinos importantes de Buenos Aires.

Conclusiones
  A partir de estos casos desarrollados, sobre todo el último conflicto judicial, podría concluirse que:
ü  La mujer siempre ocupaba un lugar inferior al de los hombres, cuyos testimonios eran más valorados y además debían firmar todos los documentos oficiales.
ü  Entre las campesinas, existieron mujeres en distintas condiciones sociales y económicas, marcadas tanto por su condición étnica, el estrato social y las cantidades de ganado, esclavos y tierras. Además, vale la pena resaltar que hubo algunas acomodadas que llegaron a acceder al papel de ‘‘estancieras’’, mientras que otras rondaban entre sus pequeñas explotaciones (cuando las tenían), la agregación, el arrendamiento o vendiendo su fuerza de trabajo en establecimientos ajenos.
ü  En el caso puntual de doña Juana, se ve como se hacían cargo de los dominios una vez muerto el esposo, siempre y cuando fuera una viuda con hijos menores. Esto puede verse también estadísticamente para los casos de todo el período[98], donde la mayoría de las mujeres que encabezaban las explotaciones rurales eran viudas, mientras que el resto en su mayor parte fueron registradas como tales porque sus maridos se encontraban fuera de la jurisdicción, ocupados en tareas estacionales como las faenas para hacer cueros en la Banda Oriental, y en menor medida eran independientes o estaban por encima de los hombres.
ü   Las esclavas tenían una fundamental importancia en la economía, lo cual queda de manifiesto por el interés que le dan ambas partes, además de todas las funciones anteriormente descriptas.
ü  Las mujeres pardas que accedían a la libertad jurídica o las pertenecientes a otros grupos como las mestizas podían llegar a acumular cierto capital desde la producción y el comercio para conseguir esclavos.



[1] Profesor en Historia egresado de la Universidad de Morón (UM) y Especialista en Ciencias Sociales con mención en Historia Social de la Universidad Nacional de Luján (UNLu).
[2] Fradkin, R. y Garavaglia, J.C. (2009), La Argentina colonial. El Río de la Plata entre los siglos XVI y XIX, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, p. 18.
[3] Piana de Cuestas, J. (1992), ‘‘De encomiendas y mercedes de tierras: afinidades y precedencias en la jurisdicción de Córdoba (1573-1610) ’’, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana ‘‘Dr. Emilio Ravignani’’, Nº 5, 3º Serie, 1º semestre de 1992, p. 15.
[4] Gelman, J. (1998), ‘‘El mundo rural en transición’’, en Goldman, N. (Dir.), Nueva Historia Argentina. Tomo 3: Revolución, República, Confederación (1806-1852), Buenos Aires, Editorial Sudamericana, p. 78.
[5] Término empleado por las fuentes consultadas en reiteradas oportunidades.
[6] Néspolo, E. (2008), ‘‘Cautivos, ponchos y maíz. Trueque y compraventa, ‘doble coincidencia de necesidades’ entre vecinos e indios en la frontera bonaerense. Los pagos de Luján en el siglo XVIII’’, en Revista TEFROS, Vol. 6, Nº 2, Diciembre de 2008, p. 15.
[7] El Río de la Plata correspondió a dicha jurisdicción hasta la formación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, en el marco de las famosas Reformas Borbónicas.
[8] Fradkin, R. y Garavaglia, J.C. (2009), Op. Cit., p. 41.
[9] Ídem.
[10] Fradkin, R. y Garavaglia, J.C. (2009), Op. Cit., p. 33.
[11] La bula de la Santa Cruzada se daba a los españoles muchos privilegios a cambio de que aportaran gastos para combatir a los ‘‘indios infieles’’, así como también servicios religiosos.
[12] Fradkin, R. y Garavaglia, J.C. (2009). Op. Cit., p. 49.
[13] Presta, A.M. (2000), ‘‘La sociedad colonial: raza, etnicidad, clase y género’’, en Tandeter, E. (Dir.), Nueva Historia Argentina. Tomo II: la sociedad colonial, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, pp. 76-77.
[14] Milletich, V. (2000), ‘‘El Río de la Plata en la economía colonial’’, en Tandeter, E. (Dir.), Nueva Historia Argentina. Tomo II: la sociedad colonial, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, p. 214.
[15] Fradkin, R. y Garavaglia, J.C. (2009), Op. Cit., p.72.
[16] Ibídem, pp. 72-73.
[17] Ibídem. p. 76.
[18] Presta, A.M. (2000), Op. Cit., p. 69.
[19] Ibídem, p. 70.
[20] Azcuy Ameghino, E. (1995), El latifundio y la gran propiedad colonial rioplatense, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, p. 18.
[21] Birocco, C.M. (1996), ‘‘Los dueños del pueblo’’ en Azcuy Ameghino, E. (Dir.), Poder terrateniente, relaciones de producción y orden colonial, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, p. 66.
[22] Mayo, C. (2004), Estancia y sociedad en la pampa (1740-1820), Buenos Aires, Editorial Biblos, p. 61.
[23] Presta, A.M. (2000), Op. Cit., p. 57.
[24] Se las denomina aquí como vaquerías tradicionales porque más adelante también se llamaba vaquerías a las recogidas de ganado alzado organizadas por el Cabildo y los vecinos para obtener carne para el abasto, grasa, sebo, cueros (para la exportación) y para el repoblamiento de las estancias de la Banda Occidental del Río de la Plata.
[25] Azcuy Ameghino, E. (1995), Op. Cit., p.30.
[26] Birocco, C.M. (2003), ‘‘Alcaldes, capitanes de navío y huérfanas. El comercio de cueros y la beneficencia pública en Buenos Aires a comienzos del siglo XVIII’’, ponencia presentada en las III Jornadas de Historia Económica, Asociación Uruguaya de Historia Económica (AUDHE), Montevideo, 9 al 11 de julio de 2003, p. 1.
[27] Halperín Donghi, T. (2010), Historia contemporánea de América Latina, Buenos Aires, Alianza Editorial, p. 41.
[28] AGN, AECBA, Serie II, Tomo V, p. 77.
[29] Ibídem, p. 162.
[30] Ibídem, p. 223.
[31] Azcuy Ameghino, E. (1995). Op. Cit., p. 30.
[32] AGN, AECBA, Serie II, p. 114.
[33] Gresores, G. (1996), ‘‘Terratenientes y arrendatarios en la Magdalena: un estudio de caso’’, en Azcuy Ameghino, E. (Dir.), Poder terrateniente, relaciones de producción y orden colonial, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, pp. 144-147.
[34] Ibídem, p. 148.
[35] Mayo, C. (2004), Op. Cit., p. 167.
[36] Ibídem, pp. 167-168.
[37] Ibídem, p. 178.
[38] Documentos…, Padrones de 1726, 1738 y 1744, pp. 143-709.
[39] Documentos…, Padrón de 1726, p. 166.
[40] Ibídem, p. 167.
[41] Ibídem, p. 169.
[42] MAYO, Carlos. Estancia y sociedad en la pampa (1740-1820). Editorial Biblos, Buenos Aires, 2004, pp. 73-74.
[43] Ibídem, pp. 74-75 y 80.
[44] ANH, Documentos…, Padrón de 1738, p. 293.
[45] Documentos…, Padrón de 1744, pp. 609-610.
[46] Ibídem, p. 648.
[47] Ibídem, pp. 661-662.
[48] Ibídem, p. 704.
[49] Ibídem, p. 705.
[50] Ibídem, p. 709.
[51] GARAVAGLIA, Juan Carlos. Pastores y labradores…, Op. Cit., pp. 216-218.
[52] AGN, Tribunales, Sucesiones, 3859, Testamentaria de doña Damiana de Alba (1732), p. 21.
[53] AGN, Tribunales, Sucesiones, 8130, Sucesión de la viuda de Raimundo Pérez (1745), pp. 19b-20.
[54] AGN, Tribunales, Sucesiones, 3859, Testamento de doña María Ayala (1751), pp. 8-10.
[55] ANH, Documentos…, Padrones de 1726, 1738 y 1744, pp. 143-709.
[56] ANH, Documentos…, Padrón de 1738, p. 289.
[57] Ibídem, p. 290.
[58] Ibídem, p. 291.
[59] Ibídem, p. 292.
[60] Ídem.
[61] Garavaglia, J.C. (1999). Op. Cit., pp. 159 y 161.
[62] ANH, Documentos…, Padrón de 1738, p. 322.
[63] Ibídem, p. 538.
[64] Ibídem, pp. 580-581.
[65] Ibídem, p. 615.
[66] Ibídem, p. 632.
[67] Ibídem, pp. 696-697.
[68] AGN, Tribunales, Sucesiones, 3859, Testamentaria de doña Damiana de Alba (1732), p. 21.
[69] ANH, Documentos…, Padrón de 1744, p. 543.
[70] AGN, Tribunales, Sucesiones, 8130, Testamentaria de Raimundo Pérez (1745), pp. 19b-20.
[71] Gutiérrez Aguilera, M.S. (2012). ‘‘Mujeres trabajadoras: la subsistencia en el Buenos Aires del Siglo XVIII’’, en El futuro del pasado, nº 3, p. 72.
[72] ANH, Documentos…, Padrón de 1744, pp. 524-525.
[73] Ibídem, p. 546.
[74] Ibídem, pp. 549-551.
[75] Ibídem, pp. 540-541.
[76] ANH, Documentos…, Padrón de 1726, p. 163.
[77] Ibídem, p. 168.
[78] Ibídem, p. 170.
[79] Ibídem, pp. 171-172.
[80] AGN, Tribunales, Sucesiones, 8130, Sucesión de Joseph Reynoso (1750), pp. 31b-32.
[81] AGN, Tribunales, Sucesiones, 8130, Sucesión del Capitán Marcos Rodríguez (1740), pp. 11-12b.
[82] AGN, Tribunales, Sucesiones, 3859, Sucesión de Juan Manuel Arce (1734), pp. 11-14.
[83] ANH, Documentos…, Padrón de 1726, p. 165.
[84] AGN, AECBA, Serie II, Tomo V, p. 454.
[85] Ibídem, p. 616.
[86] AGN, AECBA, Serie II, Tomo VII, p. 106.
[87] AGN, AC, 19-2-3, p. 304b.
[88] Ver Pérez, O. (1996), ‘‘Tipos de producción ganadera en el Río de la Plata colonial. La estancia de alzados’’, en Azcuy Ameghino, E. (Dir.), Poder terrateniente, relaciones de producción y orden colonial, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, pp. 151-184.
[89] AGN, Sucesiones, 8123, Sucesión de doña Juana Montenegro (1743),  pp. 2-3.
[90] Ibídem, p. 3.
[91] Ibídem, p. 4.
[92] Ídem.
[93] Ibídem, pp. 5-6. 
[94] Ibídem, p. 10.
[95] Ibídem, p. 13.
[96] Ibídem, pp. 15-17.
[97] Ibídem, p. 18.
[98] Documentos…, Padrones de 1726, 1738 y 1744, pp. 143-709.