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martes, 21 de junio de 2016

‘‘Monarquía, ceremonial y orden político-social en el Rio de la Plata. El caso de las exequias y aclamaciones reales entre Felipe V y Fernando VI (1746-1748) ’’, en I Jornadas de Jóvenes Investigadores en Historia, Universidad Nacional de Tres de Febrero, 5 de mayo de 2016

Resumen
  En esta ponencia analizaremos las prácticas sociales y ceremoniales creadas a raíz de la muerte del monarca español y la aclamación de su heredero. Estudiaremos las exequias de Carlos II Habsburgo y Felipe V de Borbón, entre 1700 y 1746, en las villas de Buenos Aires y Santa Fe para observar las manifestaciones de las jerarquías sociales en las ceremonias, el papel del cabildo, la impronta ideológica del Barroco en las expresiones simbólicas, y las prácticas del duelo.
  Planteamos que la villa de Buenos Aires utilizó las ceremonias de exequias y aclamaciones en su beneficio, siguiendo un doble juego que buscaba marcar su posición frente a Lima (capital del Virreinato), a la vez que se imponía a las otras villas de la región rioplatense (Santa Fe y Montevideo sobre todo).

Introducción
  Al situar a la figura real en el centro de la organización estatal, el Absolutismo convirtió a la muerte en un problema de estado, de legitimidad. Las dinastías españolas eran sensibles al ciclo vital del monarca debido a la unión, en la persona del rey, de numerosos territorios con pretensiones no convergentes. La muerte del monarca fue utilizada como una oportunidad para reforzar la dignidad de la investidura real, buscando mostrar la solidez de la corona en el marco de una única ceremonia.
  El ritual seguía varios pasos: exposición de la persona real durante un tiempo determinado; procesión y pompa fúnebre hacia el lugar de descanso; inhumación y, finalmente, duelo.
“El rey no muere. Inmediatamente después de su último suspiro era expuesto como viviente, en una habitación donde se preparaba un banquete, con todos los atributos de su poder de vivo. La conservación de la apariencia de vida era necesaria a la verosimilitud de esta ficción, como la detención de la descomposición era físicamente impuesta por la longitud de las ceremonias”.[1]

  La ceremonia de cuerpo presente podía realizarse en palacio, donde los nobles y cortesanos asistirían para formar parte de una representación social y simbólica que marcaba sus privilegios y posiciones entre los vivos. Pero en las zonas alejadas del imperio, dentro y fuera de la Península, era necesario crear un simulacro que diera sentido y objeto a las ceremonias, al servicio del cual se ponían los símbolos reales (cetro y corona), la representación de la muerte (arte macabro), la memoria (la Fama real) y la representación de la persona del rey (la urna, el retrato o el estandarte).
  Además, las villas utilizaban la construcción de grandes obras de arquitectura efímera dentro de un doble juego de demostración de riqueza y de fidelidad, por un lado, y de exaltación de su papel dentro de la organización colonial, por el otro.
“(…) la fiesta "pública" constituye en la sociedad colonial un hecho social total (…) Contención social y descontrol desaforado. Ostentación orgullosa del poder del rey y acerba crítica plebeya a los potentes de este mundo. Religiosidad más profunda e impudicia casi desembozada. La fiesta "pública" puede abarcar todos estos aspectos en un mismo momento de fuerte sociabilidad.”[2]

  Dentro del protocolo español había un orden establecido para llevar a cabo las diversas ceremonias, además de marcar los límites económicos y temporales que cada región tenía que cumplir tanto en las exequias como en las aclamaciones de los nuevos reyes. La real ordenanza que daba comienzo a las exequias era emitida por el nuevo monarca lo más rápido posible, para marcar una rápida transición.
  Las exequias reales tenían, además, otro motivo: el rey debía ser visto en toda su gloria, incluso en la muerte. Ya durante el reinado de los Austrias, los reyes eran representados como vencedores (sacralizados en el mismo nivel que los héroes clásicos y la divinidad). Los príncipes se renovaban y la línea de descendencia monárquica presentaba a los reyes como una única figura que se perpetuaba a través del tiempo. “El Rey sobrevive al Rey” o “el Rey ha muerto, Viva el Rey”, según Kantorowicz[3], se aplicaba igualmente al Soberano muerto sin hijos porque lo que se mantenía era la institución monárquica, independiente de los avatares dinásticos.

El ciclo del Fénix: muerte y “resurrección” de la monarquía
  Hacia 1700, la carencia de un heredero y la temida guerra de sucesión marcaron el rumbo que tomaron las exequias de Carlos II en todo el Imperio. Las numerosas ceremonias que se celebraron tanto en España como en las colonias americanas transmitieron el pesar de los súbditos a través de jeroglíficos que invocaban los sufrimientos de la vida del monarca, el triunfo de Carlos sobre la muerte (la eterna gloria) y la lealtad de España a su legítimo gobernante. En las fuentes de la época, los investigadores han señalado la persistencia de sentimientos pesimistas, quizá debidos a la incertidumbre consecuencia de la guerra civil española.
“Los programas iconográficos de las exequias carolinas lloran al monarca fallecido, pero apenas hay referencias a la regeneración de la institución monárquica, pues es toda una dinastía la que ha fenecido en esta ocasión (…) Representan también la muerte del imperio entendido como una unión de reinos y territorios bajo un mismo monarca”.[4]

  La monarquía española había cultivado la creencia de que cada rey era un eslabón más en una cadena que sobrevivía al rey-humano, a través de la “transmigración” en las relaciones paterno-filiales[5]. La sucesión, dentro de una misma familia o no, aseguraba la continuidad del rey-símbolo[6]. Así, cada nuevo soberano no solo heredaba la corona, sino que era investido de todas las atribuciones de su antecesor; incluso cuando las dinastías se rompían. El problema que la muerte de Carlos II generó para la Corona fue resuelto por medio de una guerra que legitimó al heredero “legalmente elegido”, es decir Felipe de Anjou; pero las exequias de uno y las aclamaciones del otro tuvieron que ser utilizadas para mantener y reforzar la legitimidad conseguida por las armas, podríamos decir en un esfuerzo propagandístico y pedagógico.
“La carencia de hijos de Carlos II, cuya constitución enfermiza era voz pública, se procura presentar en los sermones de manera que no le sea desdorosa (…) se afirma que murió por la mortificación de no dejar un hijo, en cuya espera no designó sucesor hasta último momento”[7]   

  La posibilidad de que la cadena se rompiese (sobre todo luego de una continuidad dinástica de más de dos centurias) se hizo patente en las ceremonias: Carlos II fue representado junto a la figura de un Fénix, que simbolizaba el renacimiento de la monarquía y escamoteaba la importancia del cambio dinástico.
“En América el reconocimiento de Felipe V fue unánime. En las celebraciones de proclamación, las noticias de las aspiraciones a la Corona del Archiduque Carlos de Austria y sus consecuencias apenas se insinúan”[8].

  Los juristas hacían hincapié en el parentesco del borbón con Carlos II, y en la designación de Felipe como sucesor por el rey fallecido. Muchas fueron las manifestaciones de continuidad dinástica que quisieron mostrar a Felipe V como portador de la sangre de los Austrias.
  Respecto a las celebraciones propiamente dichas, hay algunos aspectos a destacar según las fuentes de la época. En primer término, la noticia se conoce mediante una real cédula firmada en Madrid el 13 de noviembre de 1700, mediante la cual la reina gobernadora informaba sobre el fallecimiento de Carlos II, mientras que en una segunda se ordenaba realizar los lutos correspondientes por dicho acontecimiento, los cuales debían ser encarados por parte del cabildo y a costa de sus miembros. Por otra parte, una tercera cédula trataba sobre la sucesión del difunto rey, mientras que la cuarta especificaba la formación de una junta de gobierno, ya que dicho Carlos no tenía descendientes directos. El tratamiento de este asunto fue postergado por el cabildo por adhesión al duelo[9]. En esta cita pueden apreciarse varios puntos relevantes: la celebración era tardía, el cabildo era el principal encargado de organizar y llevar adelante las fiestas en honor al difunto y al nuevo rey dentro de su jurisdicción, mientras que además el duelo era algo tan respetable que suspendió momentáneamente el accionar del ayuntamiento.
  En cuanto a las descripciones de la celebración, hay que decir que nos muestran algo bastante complejo y elaborado. Una vez que se dispusieron los actos para honrar al monarca, especificándose los mismos por orden: el 27 se doblarían las campanas, el 28 se mandaría a romper bando para dar a conocer de la situación al pueblo, el 5 de septiembre por la tarde se llevaría a cabo la vigilia, mientras que al otro día tendrían lugar la misa y el sermón con participación del cura vicario y los demás prelados de la ciudad. Además, se especificaron los lutos a llevar. Por otra parte, se suspendieron las fiestas en honor a San Jerónimo, patrono de la ciudad, debido al duelo por la muerte del rey, y se resolvió sacar el real estandarte en la forma acostumbrada[10]. El 24 de septiembre, en el marco de los lutos por Carlos II, los miembros del cabildo resolvieron prohibir que se montara a caballo, y que por lo tanto el acompañamiento del Real Estandarte para las celebraciones en honor a San Jerónimo debían hacerse a pie, quedando suspendidas las demás fiestas y ‘‘funciones de regocijo’’[11]. Nuevamente queda de manifiesto la importancia de cumplir con el duelo, además de que las ceremonias en honor a la figura monárquica se imponían por sobre las religiosas (Patrono de la villa).
  Una vez superada la crisis a comienzos del siglo XVIII, Felipe V consolidó su posición y gobernó durante cuarenta y seis años. Dos exequias marcaron el periodo: las realizadas en honor a Luis I, rey por un espacio de nueve meses, y las suyas. 
  En 1726, Felipe V abdicó a la corona en favor de su hijo, Luis I, quien moriría unos meses después; el retorno de la generación anterior en vez de la sucesión de un hermano generó algunas incertidumbres que sin embargo fueron dejadas de lado ante la autoridad real. (…) la política regalista de los ilustrados insistiría en la primacía de la corona sobre cualquier otra autoridad[12]
“El estar dadas las condiciones para una sucesión ininterrumpida no siempre asegura una normal transmisión de la Corona. El impedimento dimana, en el primer cuarto del siglo XVIII, de la libre voluntad del propio rey (…) la muerte inesperada de este [Luis I], seguida del regreso de Felipe (…) pone en la Metrópoli sobre el tapete cuestiones de índole jurídico-teológicas que en cierta medida se reflejan en varias de las celebraciones indianas habidas en ocasión así de la proclamación y de las exequias de Luis I”[13]  

  Nuevamente en el trono, Felipe V reinó hasta su muerte en 1746, siendo sucedido por su hijo Fernando VI. En este caso no se produjo ninguna anomalía, más allá del tiempo que tardaron las Ordenanzas en llegar a las colonias (en Buenos Aires, las ceremonias comienzan en 1748).

El Cabildo ante la muerte del Rey
  En las ciudades españolas, tanto en la Península Ibérica como en las colonias americanas, las celebraciones dependían de varios factores: los deseos expresos del rey, el rango de la villa en la organización territorial, la costumbre local y la influencia de un orden interesado en la celebración póstuma (como los jesuitas en Zaragoza[14]). Entre el fallecimiento del rey y la llegada de las ordenanzas podían pasar meses, pero aun así no se podía dar comienzo al ritual antes de que estas fueran leídas a los Cabildos en la plaza mayor de la ciudad. Una vez la ordenanza estuviera leída y archivada, pregoneros públicos anunciaban la muerte del señor del reino a todos los vecinos y habitantes de la comarca.
“La procesión del pregón era un ritual importante que trazaba y narraba la geografía del poder (…) los vecinos notables, montados y lujosamente ataviados, acompañaban al pregonero real cuando anunciaba en voz alta en determinadas esquinas de la ciudad (…) la futura ceremonia”.[15]

  En el Río de la Plata, el cabildo se encargaba de la organización y de las provisiones necesarias: la construcción del arte efímero, los animales y las armas utilizadas. Nombraba un comisario para que se encargara de supervisar los ritos fúnebres. Al comenzar las exequias se suspendían las actividades administrativas y se nombraba una junta de exequias conformada por vecinos ilustres, oficiales y miembros del gobierno local. Esta junta determinaba la fecha y el lugar de la ceremonia, aprobaba la elección de los comisarios y decidía qué fondos se usarían para pagar por esta[16].
  Por ejemplo, en 1701, el ayuntamiento santafesino se encargó de los gastos de todos los lutos correspondientes por Carlos II[17]. El 23 de agosto se dispusieron los actos; el 27 se doblarían las campanas; el 28 se informaría al pueblo mediante la publicación de un bando; el 5 de septiembre a la tarde debía cumplirse la vigilia; finalmente era la hora del cierre al día siguiente, con la misa y el sermón a cargo del cura vicario y otros prelados[18]. Con la misma energía encaró el cabildo porteño las fiestas por la muerte de Felipe y el recibimiento del sucesor: el 10 de abril de 1747, se habló sobre la obligación de ejecutar la demostración de la muerte de Felipe V, y asimismo debía realizarse la elevación de Su Majestad al trono para que se realizaron las ‘‘demostraciones y júbilos’’[19].
  En el siglo XVIII, el séquito que escoltaba al difunto tenía pautas establecidas por la costumbre y por el rango. Las primeras exigían el acompañamiento de clérigos especializados en el ritual funerario, principalmente miembros de las órdenes mendicantes (agustinos, carmelitas, dominicos o franciscanos) que llevarían los cirios y los emblemas sagrados. La iluminación del cortejo se debía a dos motivos: primero porque el fuego simbolizaba la resurrección; y segundo porque se realizaba cerca de la caída de la noche. El equipamiento de cirios, antorchas y otros objetos era una oportunidad más para demostrar la riqueza y el poder del fallecido. Los sacerdotes eran seguidos por huérfanos y pobres, a los que se les darían vestidos con los colores del difunto y antorchas. Por último, y sobre todo en España, donde esta costumbre perduró más tiempo, irían las plañideras.
  Al no contar con un cuerpo, las ceremonias realizadas en las colonias americanas estaban organizadas en torno a desfiles militares. Los regimientos profesionales y las milicias (incluso los cuerpos indígenas) vestían sus colores y portaban banderas y estandartes de su compañía, de la villa y de la monarquía. En este contexto, el Estandarte Real era el simulacro del cuerpo en el ataúd: transitaba por la ciudad hasta el lugar del “entierro”, donde se realizaba la misa y se finalizaban las exequias. El papel de cada individuo dentro de esa procesión, y los aportes materiales hechos a ella, marcaban la importancia dentro de la jerarquía colonial.  
  En los casos de Buenos Aires y Santa Fe, la representación del rey aparecía reflejada fundamentalmente en el Real Estandarte, entregado al alférez real cada vez que era renovado el cargo[20]. En Buenos Aires fue un elemento de fundamental importancia, sobre todo a partir de las marchas a caballo encabezadas por el Maestre de Campo. Por ejemplo durante las aclamaciones a Felipe V, marcharon Manuel de Prado Maldonado (24 perpetuo de Sevilla y Gobernador y Capitán General de la Provincia del Río de la Plata), los oficiales de la Real Hacienda, el contador don Miguel Castellanos y don Pedro Fernández de Castro y Velasco quien tenía el título de Caballero de la Orden de Santiago (tesorero), todos mentados a caballo, de gala y con toda la ostentación correspondientes. Iban hacia la casa del alférez real, don Joseph de Arregui, donde se encontraba el Estandarte, ubicado sobre un ‘‘majestuoso trono’’, y debajo del mismo un dosel dedicado a la situación y acompañado de vistosas y costosas colgaduras.
  El mismo fue entregado al alcalde de primer voto, capitán don Antonio Guerrero, y al alguacil mayor don Miguel de Obregón, quienes lo tomaron luego de hacer las reverencias debidas. En el momento de la recepción, el alférez se hallaba a caballo y puesto a su derecha el gobernador y al costado los ‘‘cuatro reyes de armas’’, a quienes seguían todas las compañías de caballería, con dotaciones del presidio hacia la plaza mayor. Allí se había formado un túmulo[21] de 8 varas en cuadro y 2 de alto con 2 escalas, vestido con ricas alfombras y colgaduras.
“(…) la iconografía, los emblemas, las alegorías, y los jeroglíficos utilizados en las fiestas cívicas solemnes (…) cumplían una función didáctica en que las lecciones morales eran compartidas con el pueblo en general”[22]

  Las aclamaciones se hacían reiteradas veces con el estandarte mientras todo el pueblo, a grito de ‘‘viva el rey’’, estaba congregado en la Plaza. Todo esto acompañado de la exposición de armas por parte de las compañías que escoltaban el túmulo, sonando a la vez las campanas de todas las iglesias[23]. A pesar de que era un simulacro, nadie podía dudar de que el Rey estuviera sentado en su trono.



El duelo
  A la persona real se le debía un momento de recuerdo, pero lo cierto es que la sociedad del siglo XVIII estaba tan familiarizada con la muerte, que el duelo estaba delimitado a una mínima duración. Las autoridades morales llegaron incluso a expresarse en esto, reglamentando la duración y las prácticas adecuadas para el momento del duelo. Era un momento sensible que, en la conciencia del siglo XVIII, podía hacer más mal que bien a la imagen del difunto y de los supervivientes.
  Ciertamente, demostrar grandes emociones por la muerte de un familiar no estaba bien contemplado por la sociedad, mucho menos si se trataba de sufrientes que estaban en una posición de poder, o que, como el heredero, encarnaban en su persona la imagen del Estado. Pensemos, además, que la ceremonia de las exequias reales debía ser seguida lo más rápidamente posible por la coronación del nuevo rey. Ciertamente, no había mucho tiempo para sufrir por la partida del señor. Sin embargo, recordemos casos como cuando el cabildo santafesino suspendió las sesiones por motivo del duelo, como también lo hizo días más tarde con algo tan importante como las fiestas de San Jerónimo.
  Siendo el caso de los reyes el festejo de un duelo nacional, se llevaba a cabo un juego de contradicciones[24] que hacían converger la repulsión y la risa en un mismo contexto espectacular. La violencia y la sangre se combinaban con la alegría en las fiestas nacionales por excelencia: las corridas de toros.
“La España romántica, por decirlo sin ambages, era también el país de  la muerte: un país violento poblado de bandoleros y facinerosos, atrasado, inculto, fanático, sanguinario y cruel. Una nación, no se olvide, en la que hasta la más bella hembra llevaba una navaja en la liga para hundirla en el pecho del entrometido o del
desleal a la primera  ocasión. Una comunidad que no concebía divertirse sin derramar sangre a raudales, sangre de animales —en especial toros y caballos — pero  también sangre humana. La propia «fiesta nacional» era el epítome de todo ello y fascinaba y horrorizaba a partes iguales”.[25]

  Respecto a estas prácticas, existen diferencias entre las plazas de Santa Fe y Buenos Aires. En el primer caso, se realizaron anualmente al menos desde 1595, en el marco de las celebraciones por el Santo Patrono, junto a los juegos de cañas[26]. Recién en 1709 aparecen como posibles en el marco de una fiesta diferente: el nacimiento del príncipe[27]. En cuanto a su organización, un año más tarde se mencionaba que el encargado de conseguirlos para la fiesta de San Jerónimo era el alcalde provincial, en ese entonces Antonio Márquez Montiel[28].
  Asimismo, parece ser que la práctica festiva en cuestión estaba en relación normalmente con actividades productivas: el abasto local y las recogidas de ganado. Esto puede verse con casos como cuando en 1710, ante la falta de sustento para la población se decidió usar la carne de los toros muertos en la pista para alimentar a la gente; o cuando en 1749 el alcalde de la hermandad de Los Arroyos, Juan Gómez, dio razón que debido a la sequía no había toros ni caballos para recoger, ante lo cual se suspendieron las corridas en honor al Patrón[29]. Por ejemplo, entre 1745-1750, el ayuntamiento bonaerense trató sobre la regulación de las corridas de toros en 10 ocasiones, lo cual no es poca cosa si tenemos en cuenta que dicho organismo también se ocupaba de otras cuestiones incluso más importantes como el abasto de carne, el comercio de cueros, el control sobre el ganado disponibles, los aranceles del mercado local, los nombramientos de funcionarios y oficiales en la campaña, las obras públicas y mantenimiento del presido, etc. Por otra parte, hay que resaltar que los toros estuvieron asociados, según las descripciones, más a San Martín de Tours que al rey y las problemáticas tratadas tenían que ver con los corrales, el arrendamiento de la plaza, la provisión de animales[30].  Empero –como veremos-, se produce un quiebre de esta realidad con la ascensión de Fernando VI, cuando la nueva dinastía ya estaba consolidada.
  Durante el Siglo de Oro, los temas del dolor, el martirio y la crueldad fueron puestos en el centro de un gran número de obras. Las producciones de Garcilaso y el Greco, entre otros marcan el estilo de la época; Goya realizó importantes obras con temas macabros en los siglos XVIII y XIX respondiendo a la estilística barroca tardía, luego al Neoclasicismo de finales del siglo XVIII, adoptando el rococó durante su estancia como pintor en la manufactura Real de Santa Bárbara (encargada de la fabricación de objetos de lujo).

El modelo barroco
  El barroco, durante los siglos XVII y XVIII, se mantuvo como el paradigma artístico de las celebraciones del ciclo vital monárquico (nacimiento, bautismo, coronación, defunción). Apoyó el discurso legitimador de la dinastía como centro del Estado, y benefició a aquellos que se mostraron como sus representantes y vasallos en el Imperio. La simbología artística respondía a la necesidad de mostrar al rey como algo sagrado, acercando la corona a Dios.    Esto respondía a una intencionalidad clara por parte de los poderosos, en cuanto a que las celebraciones majestuosas eran oportunidades de reforzar el pacto de dominación en cada una de las coronas que componían el Imperio.
  “La centralidad de la figura del Rey en las ceremonias limeñas parece no haber sido igualada en otras ciudades americanas. Debido a que el virrey no estuvo nunca presente durante las ceremonias reales del siglo diecisiete en Lima, es muy probable que rituales tales como las proclamaciones y las exequias reales puedan haber sido más importantes para la legitimación del poder colonial que las entradas virreinales que iniciaban el nuevo gobierno del alter ego del Rey”[31]

   Un ejemplo de esta lógica, aunque con características diferentes es representado por las aclamaciones, como la realizada en honor a Fernando VI en la ciudad de Santa Fe en enero de 1748, y dentro de la cual se realizaron 2 comedias y 4 días de toros, junto con la iluminación de las calles para el paseo[32]. Como se verá al final, en el caso de Buenos Aires esta representación fue mucho más compleja y ostentosa. En este contexto, el cabildo, tanto en Santa Fe como en Buenos Aires, se ocupaba de los gastos, como cuando por ejemplo en 1702 los cabildantes santafesinos autorizaron el pago de 19 pesos correspondientes a media arroba de pólvora utilizada en la guardia y celebridad del Real Estandarte durante la aclamación de Felipe V[33].
  Antes de intentar una descripción más detallada, la cual aparece sobre todo en las aclamaciones rioplatenses, es preciso aclarar que desde 1700 (llegada al trono de Felipe V, y con él de una nueva dinastía, la francesa de los Borbones), el carácter de las representaciones en los actos por la muerte y asunción del Rey también iría cambiando considerablemente. Esto puede apreciarse por primera vez, al menos en este caso, no con la aclamación del mismo Felipe, sino a partir del decenio de 1710, cuando comenzaron a celebrar 6 meses de luto y las mismas distinciones que para la muerte del Monarca en el caso de los fallecimientos de delfines[34].
  Ya en los lutos por la muerte del primer Borbón se hace más hincapié en celebrar las exequias con comités de religiosos y sermón, todo a costa de la ciudad (según la real orden del 6 de mayo de 1745), así como también se dispuso como obligatorio el uso del traje de golilla por parte de los funcionarios[35]. Como se verá un poco más adelante, a partir de ese entonces las celebraciones exclamatorias (Fernando VI) tomarían un carácter y unas pompas bastante particulares y muy distintas a las que se realizaron en honor a su predecesor.
Un caso representativo: las exequias de Felipe V y la exclamación de Fernando VI
  Por último, nos proponemos la descripción de una fuente, a modo de ilustración y de comparación con las prácticas anteriores, las cuales ya fueron mencionadas. Se trata de un minucioso repaso hecho por el cabildo de las honras por Fernando VI, el segundo de los Borbones españoles (1748). Elegimos el mismo porque integra todos los elementos desarrollados en el artículo: las características del modelo barroco, el duelo, la personificación del rey en el estandarte, las corridas de toros, entre otros puntos, además de apreciarse muy nítidamente el rol fundamental del cabildo. He aquí el caso:
  Antes que nada, se hizo mención del nuevo monarca como “legítimo hijo, sucesor y heredero”. Posteriormente a la misma, se dio comienzo a las celebraciones con el primer paso: el aviso de la muerte de Felipe V, la cual había tenido lugar casi 2 años antes, quedando de manifiesto el retraso que sufría Buenos Aires todavía en estas cuestiones.
  Los cabildantes mandaron a romper bando para informar el pueblo, como se acostumbró siempre, más allá de la Dinastía que ocupara el trono. Podría decirse que es uno de los pocos elementos inmóviles a lo largo del período. Le sigue la descripción de la elaboración de todo lo que es la arquitectura efímera: 4 columnas con elevación, con la corona en el centro, despojos de la Parca en la cornisa, hachones a los costados del armatoste en representación de lágrimas, en el centro una imagen del Rey, simbolizando la idea de que la memoria del Rey superaba al dolor de su propia muerte.  
  Una vez formado el túmulo, se preparaban los clamores con los dobles de las campanas, cuando todas las iglesias emitían su música en señal de angustia. Como siguiendo el ritmo inaugurado por las campanas eclesiásticas, la artillería comenzaba a disparar de hora en hora, a modo de señalar la congregación que se venía. Una vez que comenzaban los disparos, procedían a reunirse los miembros del cabildo eclesiástico (Prelados) y los del cabildo regular junto al gobernador y capitán general en compañía de las autoridades militares.
  Entre todos, daban comienzo a la vigilia, todo denominado bajo el nombre de “Triste Panteón”. Luego de la vigilia, venía el Sacrificio de la Misa, llevada adelante por el cura vicario o algún prelado de importancia, más una congregación de músicos, todos vestidos de luto. Una vez finalizado el luto, los alcaldes ordinarios se dedicaban a disponer el Fausto tribunal para la aclamación del nuevo rey. Los 12 miembros de la sala capitular salían de sus casas presidiendo los maceros vestidos acompañando al gobernador y la tropa militar de dragones formados con espada en mano. Pasando por la casa del alguacil mayor de la Inquisición, don Francisco Rodríguez de Vida (también alcalde de segundo voto), se hizo éste cargo del Real Estandarte por la ausencia del alférez real.
  En este contexto, las calles se encontraban ya bellamente vestidas con tapices y ricas colgaduras, más flores de colores en representación de la Primavera. En cuanto al real estandarte, el mismo se encontraba en casa del mencionado Alcalde con guardia de Infantería sobre un riquísimo dosel. Además había cuadros que representaban, con distintos colores, las bulas y trofeos militares. 
  A todo esto seguía la marcha con el Estandarte en manos del alférez, acompañado del cuerpo de dragones (caballeros con espadas), seguidos por los vecinos con sillas muy costosas bordadas en oro y plata, vestidos de ricas galas. En el centro la representación del ayuntamiento, ubicado en el centro el alférez, a su derecha el gobernador y a la izquierda el alcalde primero. Este tumulto organizado, que muestra claramente la jerarquía social porteña de la época, terminaba en la plaza central. 
  Una vez allí, los ya mencionados, junto con el real estandarte, subían al túmulo, con música de acordes como fondo. Esta era la aclamación, que iba seguida del regocijo del pueblo, y entre todos reconocían la obediencia al estandarte (que simbolizaba a Fernando VI en este momento). Una vez aclamado el elemento, la artillería rompía con disparos y se pasaba a la exhibición de monedas del Perú con la imagen del nuevo Rey, lo cual habla de una diferencia en importancia de ambas ciudades, y de la relevancia que poseía la imagen de la persona real.  
  No es un dato menor que esta ceremonia fuese declarada por los mismos capitulares como la más grande hasta el momento. Al finalizar la misma, se condujo al estandarte hacia una habitación bien adornada. Durante la primera noche, pertenecientes a la Compañía de Jesús, realizaban varias danzas en honor al nuevo rey. Al día siguiente, se paseaba otra vez al símbolo real, esta vez hacia la Catedral, donde un padre jesuita realizaba las prédicas correspondientes, acto que era acompañado por el festejo del Santo Patrono, con Tedeum incluido.
  Las calles se encontraban iluminadas con velas y fuegos, a lo largo de todo el recorrido realizado por el ‘‘rey’’, el cual era exhibido al pueblo mientras sonaban los cohetes y se realizaban juegos entre los vecinos. Todos aplaudían la retirada y se daba lugar al banquete que integraban todas las personas ilustres. La noche siguiente se dedicaba al ardor del castillo combatiendo contra navíos y galeras. Las cenizas resultantes representaban al fénix, como si se tratara de una especie de reencarnación y continuidad Monárquica.
  Al otro día se montaba el carro triunfal, compuesto por delicadas pinturas, las armas reales ubicadas en la popa, y en la proa las de la ciudad, mientras a los costados se colocaban los trofeos de guerra. Treinta hachas de cera y 6 faroles iluminaban todo el montaje, mientras el trono se lucía en la cima, todo al compás de un concierto musical. El mismo era tirado por 8 mulas del mismo color, y la guardia siempre con espada en mano y uniformado.  
  El día venidero llegaba el turno de la marcha burlesca, acompañando con más de 400 hombres un carro, con representaciones del Rey y del Dios Baco. Adultos y niños hacían la procesión al grito de ‘‘Viva Fernando, viva María Bárbara’’. Esto demuestra no solamente una influencia cultural greco-latina, sino también como se asociaba al monarca con las atribuciones de una Divinidad en particular, relacionada con la alegría y el placer.  
  En cuanto a los juegos de cañas y sortijas, estos se realizaban en la plaza ante la mirada de las autoridades y vecinos ilustres. Cuatro cuadrillas de 12 integrantes (españoles, moros, turcos e indios), todos bienes vestidos y en cada una de las esquinas del espacio, empezaban las corridas de cañas, con el objetivo de encajar unas 15 veces la sortija y obtener la medalla que era concedida por el alférez real.   Tras dos noches seguidas de comedias, venían 4 días de toros.
  Los animales eran costeados por el cabildo y el alférez por no haber fondos en ese momento, y, entre música y refresco general, ante la mirada del gobernador y el cabildo desde sus asientos especiales, comenzaba la matanza de animales en la plaza completamente cercada. Seguían 2 noches más de conciertos musicales, con bailes incluidos para toda la nobleza, más danzas indígenas, comedias varias y regocijos, todo ante la presencia de los ‘‘reyes’’, en esta última parte de las celebraciones representados con sus retratos, siempre bien adornados.
  En conclusión, viendo celebraciones de este tipo, se puede afirmar que: a) el cabildo tuvo un participación activa durante todo el proceso; b) realmente los vasallos y súbditos creían que un elemento material (en este caso, el real estandarte) era el soberano en persona; c) las características de las celebraciones en cuanto a la ostentación y la complejidad servían como indicio del papel de la villa dentro del espacio colonial; d) el desarrollo mismo de los actos que componían a las exequias y aclamaciones mostraban claramente una sociedad de Antiguo Régimen jerarquizada según estratos sociales, y la condición de sus miembros estaba directamente relacionada con su papel en las celebraciones; e) la influencia del estilo barroco característico de los siglos XVII y XVIII puede percibirse gracias a las descripciones del cabildo acerca de los instrumentos, construcciones y representaciones artísticas que se realizaban en honor a los reyes.

Bibliografía
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RIPODAS ARDANAZ, Daisy, “Construcción de una imagen de la dinastía en las exequias y proclamaciones reales indianas”, en: www.juridicas.unam.mx



[1] ARIÈS, Philippe (1984). El hombre ante la muerte, Madrid, Taurus Ediciones,  p.300
[2] GARAVAGLIA, Juan Carlos (2001). “Del Corpus a los toros: fiesta, ritual y sociedad en el Rio de la Plata colonial”, en: Desarrollo Económico, Buenos Aires, IDES, nº162, p.419.
[3] KANTOROWICZ, Ernest (1998). The King’s two bodies: a study in mediaeval political theology, Princeton, Princeton University Press.
[4] MINGUEZ CORNELLES (2008). “Imperio y Muerte. Las exequias de Carlos II y el fin de la dinastía a ambas orillas del Atlántico”. En: Arte, poder e identidad en Iberoamérica. De los virreinatos a la construcción nacional, Castellón de la Plana, Universidad Jaime I, p.17
[5] La alegoría del Sol proporcionaba una justificación a las exequias y las aclamaciones: como el astro, cuando un rey se posaba en el ocaso, luego de la oscura noche volvería a alzarse.
[6] El cuerpo del rey era humano, y su vida limitada. Pero la monarquía se pretendía inmortal; era un doble cuerpo, humano y político.
[7] RÍPODAS ARDANAZ, Daisy, Construcción de una imagen de la dinastía en las exequias y proclamaciones reales indianas, disponible en: www.juridicas.unam.mx
[8] Ibídem.
[9] AGPSF, ACSF, Tomo VI, Folios 283-283b.
[10] Ibídem, Folios 283b-284b.
[11] Ibídem, Folios 286-286b.
[12] GARAVAGLIA, Juan Carlos, op.cit, p.404
[13] Ibídem.
[14] LORENTE, Juan y ALLO MANERO, Adelaida (2004). “El estudio de las exequias reales de la Monarquía Hispana: siglos XVI, XVII y XVIII”, en: Artigrama, núm. 19, Zaragoza.
[15] OSORIO, Alejandra (2004). El Rey en Lima, Lima, IEP, p. 13.
[16] Ibídem.
[17] AGPSF, ACSF, Tomo VI, folio 285.
[18] AGPSF, ACSF, Tomo VI, folios 283-284b.
[19] AGN, AECBA, Serie II, Tomo VIII, p. 236.
[20] AGPSF, ACSF, Tomo VI, folios 223-224b
[21] Considerados hoy en día como “arquitectura efímera”, los túmulos eran construidos rápidamente con materiales simples (madera y tela) pero con el objetivo de la suntuosidad y la demostración sentimental.
[22] OSORIO, Alejandra, op.cit , p. 12
[23] AGN, AECBA, Serie II, Tomo I, p. 91
[24] NUÑEZ FLORENCIO, Rafael (2014). “La muerte y lo macabro en la cultura española, Dendra Médica” en: Revista de Humanidades, Madrid, 49-66.
[25] Ibídem, p.55.
[26] AGPSF, ACSF, Tomo II, Primera Serie, fols. 239-240.
[27] AGPSF, ACSF, Tomo VII, fols. 5-6b.
[28] Ibídem, fols. 39-40.
[29] AGPSF, ACSF, Tomo XII ‘‘A’’, fols. 79-80.
[30] AGN, AECBA, Serie II, Tomo IX, pp. 82, 87, 98 y 136.

[31] NUÑEZ FLORENCIO, op.cit, p.9
[32] AGPSF, ACSF, Tomo XI, folios 411-412.
[33] AGPSF, ACSF, Tomo VI, folios 310-311.
[34] AGPSF, ACSF, Tomo VII, folios 171-172b; 300-301; 345; Tomo IX, folios 272-276.
[35] AGPSF, ACSF, Tomo IX, fols. 403-404.

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