Facultad de Filosofía,
Ciencias de la Educación y Humanidades
Cátedra Abierta de Estudios de
Género
Cátedra de Antropología
Filosófica
Carrera de Filosofía
V Jornadas de Historia de las Mujeres y
Problemática de Género
La
experiencia del amor en el Mundo Antiguo
23
y 24 de Octubre de 2015
Mitología, Psicología,
Filosofía, Antropología, Literatura, Historia, Arte, Psicoanálisis
La mujer en el contexto rural colonial
bonaerense. Diferentes roles y realidades sociales durante la primera mitad del
siglo XVIII
Mauro Luis Pelozatto
Reilly[1]
Resumen
Lo que se buscar a través de este trabajo es caracterizar algunos
aspectos de las relaciones de género en la sociedad colonial de Buenos Aires a
lo largo de la primera mitad del siglo XVIII, a través de la aproximación a los
diferentes roles que desempeñaron y las realidades socioeconómicas de las
mujeres en el contexto rural, tanto las pertenecientes a los sectores
acomodados pero sobre todo las de los grupos subalternizados dentro de la misma
sociedad del Antiguo Régimen. Lo que interesa analizar son las diferentes
funciones dentro de las actividades productivas y las relaciones sociales y de
trabajo dentro del espacio seleccionado. Se parte de la idea de que las mismas
fueron muy importantes para el Orden Colonial y sus funciones muy diversas, en
cuanto iban desde las producciones textiles hasta la cría de ganados, pasando
por la siembra y la cosecha de cereales. A su vez, se observará cómo las
féminas tuvieron la posibilidad de ascender socioeconómicamente (en el caso de
las esclavas, mestizas, mulatas, etc.) en una sociedad claramente patrilineal y
estratificada, también marcada por la división étnico-racial. Para eso se
tendrán en cuenta mecanismos como el matrimonio, buen desempeño laboral y
relaciones interétnicas mediante el análisis de testimonios extraídos del
Cabildo de Buenos Aires y las descripciones y estadísticas que pueden obtenerse
a partir de los padrones rurales y los inventarios de las distintas unidades de
producción.
Introducción
Las diferencias sociales se han estudiado desde diferentes enfoques para
el período colonial. El papel que uno tendría dentro de la sociedad estaba
marcado, en primera instancia, por el nacimiento y la familia. Ésta diferencia
se hacía notar fundamentalmente entre los grupos conocidos como ‘‘blancos’’
(españoles y criollos), los cuales serían mayoría entre los sectores política y
económicamente dominantes. A su vez, existían otros rasgos distintivos
señalados por el color de la piel, la religión, el sexo (sociedad patrilineal),
los grupos culturales y la libertad jurídica (libres o esclavos).
A partir de todos esos distintivos, lo que se plantea problematizar y
analizar gira en torno a: ¿cuál era el papel que les correspondía a las
mujeres?, ¿qué importancia tenían en esta sociedad claramente dominada por los
hombres?, ¿qué grado de participación socioeconómica se les concedía?, ¿qué
situaciones vivían las esclavas, indígenas, mestizas y demás integrantes de las
castas en los procesos de producción rural y el comercio? Esas y otras
problemáticas, son tratadas mediante el análisis de las fuentes aquí elegidas.
Se ha tomado documentación perteneciente al Cabildo, por ser éste el
principal órgano político a nivel local, y por ser la misma una rica y variada
para apreciar los problemas sociales. Por otra parte, se ha recortado el
análisis a la primera mitad del siglo
XVIII por ser lo suficientemente extenso como para poder ver las continuidades
y las diferencias en el papel que jugaban las mujeres de los distintos sectores
sociales, y a su vez cómo participaban dentro de una economía rural que
atravesaba importantes transformaciones en Buenos Aires y todo el Litoral.
También se pondrán en juego las opiniones de diferentes especialistas,
para luego contrastarlas con las fuentes y algunos casos particulares. Éstos
últimos se obtuvieron a partir del análisis de los padrones de los años 1726,
1738 y 1744 (los únicos pertenecientes a la primera mitad de la centuria), los
cuales ofrecen datos como el estado civil, la casta o grupo social
perteneciente, ocupación, si se tenía o no propiedad sobre la tierra, hijos,
trabajos, ganados, etc. Además, éstos datos se pueden complementar bien con
algunas descripciones más precisas sacadas de las sucesiones (inventarios de
chacras y estancias, testamentarias, tasaciones de bienes, libros de cuentas,
etc.).
Las
mujeres de la sociedad colonial rioplatense: un repaso histórico regional
Antes de cualquier tipo de análisis o aproximación, resulta necesario
tener en consideración la división entre
las mujeres que integraban los sectores más acomodados de la sociedad colonial (familias
de comerciantes, estancieros, funcionarios, etc.) y las de los que se hallaban
en condiciones de vida bastante menos favorecidas, en el caso que nos toca fundamentalmente
las pequeñas y medianas productoras rurales.
Con respecto a éstas, su participación
dentro de la economía, la familia y el trabajo cambiaban según la región
que se tome para la observación. Por ejemplo, Juan Carlos Garavaglia y Raúl
Fradkin, al estudiar el Paraguay desde la fundación, encontraron como rol
fundamental de las indígenas el funcionar como bienes de intercambio entre
españoles y guaraníes, más o menos de la siguiente manera: los ‘‘indios’’ les
daban mujeres a los peninsulares, lo cual éstos últimos recompensaban con regalos
para los jefes. Además, eran utilizadas como mano de obra en los hilados y la
labranza de la tierra[2]. Esta función femenina fue
común en el mundo hispano colonial entre los siglos XVI-XVIII. En Córdoba, para
mencionar otro ejemplo regional, las nativas eran empleadas como fuerza de
trabajo dentro de las pequeñas parcelas que acumulaban los españoles mediante
mercedes, para la elaboración de ropa de algodón que los encomenderos recibían
como tributo[3].
Hasta el siglo XIX, las campesinas eran todavía reconocidas como ‘‘tejedoras’’,
por su desempeño como criadoras de ovejas, además de que lavaban la lana,
hilaban, tejían y teñían[4].
En la región pampeana, la más relevante para esta investigación, el
sector femenino tuvo un relevante papel, en la campaña, en diversos sentidos
por su relación con los ‘‘indios infieles’’[5]: por un lado, se dedicaban
a la elaboración de productos casi exclusivos del género, como lo eran los
ponchos, valiosos dentro de las redes de intercambios interétnicos, los cuales
suponían un proceso lento y laborioso[6]; además, hay que destacar
su lugar como cautivas desde ambas partes para obligar a la negociación entre
ellas y el intercambio de diferentes productos como ropa, ganado, maíz,
sobreros, mantas, ponchos, metales, etc.). Esta situación podría asimilarse en
cierto sentido con la del Paraguay a comienzos de la Época Colonial, en cuanto
las mujeres funcionaban como mecanismos de negociación entre ‘‘españoles’’ y
naturales.
Es importante destacar que los intercambios no implicaron solamente a nativos
americanos e hispano-criollos, sino que la región rioplatense así como también
otros puntos del Interior formaban parte de un amplísimo espacio económico que
giraba en torno al punto más rico y productivo de toda la jurisdicción del
Virreinato del Perú: las minas de plata del Potosí[7]. ‘‘Llamamos ‘espacio
peruano’ a todo el inmenso territorio que la minería altoperuana fue creando a
su alrededor como polo de atracción ordenamiento regional’’[8]. Por esa característica de
la economía colonial, es vital no perder de vista a las indígenas y trabajadoras
rurales de las regiones que integraban dicho sistema económico, ya que ‘‘cada
una de las regiones fue especializándose progresivamente en una o dos
mercancías que tenían un precio competitivo en los mercados mineros’’[9].
Por eso
último es que se las podía ver produciendo diferentes costas para tributar, variando
según el caso. Las descripciones pueden ser múltiples: en Santiago del Estero,
desde muy temprano hilaban algodón para los alpargateros y calceteros[10]; en Cuyo se registró la
existencia de ‘‘contratos’’ de trabajo entre mujeres y sus amos, como fue el
caso de la ‘‘india’’ Úrsula y el suyo, el capitán Jorge Gómez de Araujo: éste
se comprometía a darle ‘‘2 pesos de a 8 reales cada peso en plata, ropa, otros
géneros para el cobro y vestuario de su persona y sacar la bula de cruzada[11] (…)’’, a cambio de lo
cual la muchacha debía brindar su servicio personal, ‘‘asistirle y servirle
según está obligada’’[12]. Las mujeres del Alto
Perú, en donde la producción regional de alimentos y bebidas era fundamental
por su cercanía a las minas argentíferas, se destacaron en la producción y
venta de chicha y coca, para a partir de eso traficar toda clase de productos
desde sus pequeñas tiendas y puestos callejeros, llegando en algunos casos a
ahorrar el metálico suficiente para invertir en solares y viviendas[13].En el actual territorio
de Catamarca, se encontraban ocupadas en los tejidos de algodón que se
consumían en distintos puntos del interior y el Tucumán[14].
Todos estos ‘‘universos regionales’’ mencionados formaban parte del área
de circulación de productos textiles, en cuya elaboración las féminas tenían un
papel muy relevante. Los textiles se distinguían por una ‘‘división sexual del
trabajo muy peculiar, en la cual las mujeres hilaban y los hombres tejían’’[15]. Durante el siglo XVIII
el poncho fue el más difundido en cuanto involucraba a diferentes regiones para
su elaboración y comercialización: las plantaciones de algodón de las misiones
jesuitas, los pueblos de Cuyo y Tucumán donde se usaban lana y algodón, los
centros de piezas más pequeñas en San Luis y Córdoba, y la producción en
telares de madera ‘‘a pala’’ con un acabado mucho más detallado en manos de las
campesinas santiagueñas. Todos éstos circulaban por todo el espacio peruano,
incluyendo hasta Chile y hasta el Río de
la Plata[16].
En todo
este contexto descripto, era común en las zonas rurales la ausencia de los
hombres por determinados períodos en donde migraban a otros lugares para
ofrecer su fuerza de trabajo o como integrantes de las milicias fronterizas, en
los cuales sus esposas, madres, hijas y parientes quedaban a cargo de los
quehaceres domésticos, la siembra y la cosecha sobre la tierra y el cuidado de
animales (principalmente mulares y vacunos, aunque también ovinos como fuentes
de carne y lana). ‘‘De ahí la enorme importancia que tendría la jefatura
femenina en los hogares campesinos, papel que llega hasta nuestros días’’[17]. Se tratará más sobre estos
puntos en el siguiente apartado.
Muy distintas a las mujeres campesinas, estaban las señoras de la élite.
Dentro de las alianzas matrimoniales entre los privilegiados, eran un elemento
fundamental para tejer alianzas políticas y mercantiles. Además de ser llamadas
‘‘doñas’’, eran las principales candidatas que se buscaban en el mercado
matrimonial por obvias razones. De esta forma, el matrimonio y la maternidad
estaban ligados a un mandato social, cultural e ideológico cuyo resultado era
la subordinación femenina al mundo masculino’’[18]. Era lo más normal que
los estancieros, alcaldes y mercaderes de las ciudades buscaran casarse con las
descendientes de los colonizadores, con el objeto de salvaguardar el patrimonio
familiar, ser considera un vecino feudatario, y en algunos casos hasta para
llegar a la riqueza[19]. Solían buscar un buen
casamiento para consolidar su status de vecinos y emprender el ascenso social,
y ya desde comienzos del siglo XVII se notaba el interés de algunos de estos
por llegar a la acumulación de varias mercedes de tierras a partir de
matrimonios[20].
Existen innumerables casos sobre ello: a comienzos del siglo XVIII, don Joseph
de Sosa (estanciero), contrajo matrimonio con Paula Casco de Mendoza, hija de
un hacendado criador de mulas y diezmero de Exaltación de la Cruz; a su vez
Agustina, otra de sus hijas, fue casada con Pablo Delgado, regidor del Cabildo
de Buenos Aires[21].
Puede verse el interés del hacendado en posicionar bien a sus hijas casándolas
con estancieros o funcionarios públicos, al mismo tiempo que estos buscaban mantener
su posición y su patrimonio. Según Carlos Mayo, una característica de los
estancieros en la época colonial era la tendencia a casarse con mujeres del
mismo estrato social, preferentemente hijas de otros de su grupo[22].
Es
importante resaltar la mentalidad de los hombres de la élite y de los
estancieros: estaban ‘‘imbuidos en una ideología señorial, cimentada en el
poder de explotación de la tierra y los hombres que la trabajaban propia del
estrato nobiliario’’[23]. Para esa mentalidad, en
el Río de la Plata los sectores subalternizados representaban un elemento
fundamental en su papel de productores rurales en una economía basada
principalmente en la ganadería y la agricultura.
Las
mujeres en las explotaciones agropecuarias
Se ha elegido analizar el ámbito rural fundamentalmente porque hasta por
lo menos bien entrado el siglo XVIII el campo superaba en población y
producción de recursos a las ciudades, dedicadas más bien a los negocios y la
residencia de la élite. Se intentará ver qué importancia tuvieron las mujeres
en los procesos de producción rural, y en qué condiciones se involucraron.
Durante los primeros años del siglo, en el Litoral predominaron como
principal práctica productiva, las vaquerías tradicionales[24]. Consistían en
expediciones de caza organizadas por el Cabildo de la ciudad y los vecinos, con
el fin de extraer los cueros de los vacunos que ‘‘vagaban por la campaña, y que
prácticamente durante un siglo proveyeron gran parte de los cueros exportados’’[25]. El organismo mencionado solía
nombrar accioneros, es decir, propietarios matriculados, sobre este ganado para
evitar su caza indiscriminada[26], aunque el sistema era en
su naturaleza destructivo, ya que cazaba y no criaba al vacuno[27], lo cual llevó
progresivamente a su extinción durante la primera mitad de la centuria.
El rol
de las mujeres fue bastante diverso en torno a eso: en 1723 doña Gregoria de
Herrera presentó un pedimento de postura a la vaquería en nombre de su marido,
lo cual fue considerado por los cabildantes[28]; ese mismo año, doña
Lucía Flores también lo hizo por su marido Francisco Navarro[29]; doña Bárbara Casco de
Mendoza, presentó una copia del testamento de su esposo don Silverio Casco y
las demás diligencias que se habían ejecutado. El Cabildo aprobó dicha petición
y la declaró como una de las accioneras del cimarrón[30]. Se puede ver a algunas
mujeres vinculadas con las vaquerías llegando a ser nombradas como accioneras,
aunque con la particularidad de que
accedían como viudas o con el testamento de sus maridos, lo que muestra
la subordinación en relación a los hombres, quienes aparecen ellos mismos como propietarios
directos en la gran mayoría de los casos.
Con la extinción de las vaquerías en el margen occidental del Río de la
Plata, fueron consolidándose otras formas de explotación pecuaria como la cría
de vacunos en las estancias (las mismas habían nacido desde el siglo XVII para
la cría de mulas destinadas a los mercados del Norte[31]). Existen casos de
mujeres dedicadas a la cría, y no solamente pequeñas cantidades: en 1723 se
hizo mención de la posesión de 12 mil cabezas de ganado por parte de doña
Gregoria de Herrera[32], lo cual hace pensar en
que se trataba de una gran propietaria; hacia fines de siglo doña Francisca
López dejó 496 pesos en arrendamientos a sus hijos, ‘‘varias haciendas de
consideración’’, unas cuantas fanegas de trigo y campesinos en diversos estados
de dependencia[33].
A su vez, es posible encontrarlas de otro nivel socioeconómico, como fueron
Gregoria Gómez y la viuda de Villalba fueron arrendatarias[34]. En 1744 se registraron 16 mujeres que
trabajaban en tierras ajenas, y 12 en propias, mientras que 34 vivían solas con
sus hijos, 24 se agregaron en casas de parientes y otras 8 adquirieron esclavos[35]. Ya en 1789, 87 mujeres
(distribuidas por los partidos de Areco, Pilar, Magdalena y Pergamino)
conformaban el 8,5% del total de hacendados de, siendo la mayoría españolas y
criollas viudas, además de propietarias de ganado vacuno con marca propia,
caballar y ovinos[36]. Datos como éstos
permiten subrayar que en el mundo rural rioplatense estaban lejos de ser un
actor pasivo, ya que se las encuentra cultivando la tierra, ordeñando, cuidando
del ganado, tejiendo e invirtiendo en diversos sectores de la economía[37]. Existía un contraste
entre las hacendadas y las trabajadoras rurales, muchas de las cuales laboraban
en parcelas, o se sumaban a las estancias como arrendatarias y agregadas, las
cuales vivían en peores condiciones. A partir de este marco general, resulta
más interesante una descripción más detallada de los diferentes sectores.
Estancieras
A partir del análisis de los padrones y algunos inventarios
seleccionados, se puede ver claramente la existencia de mujeres que, ya sea por
cuenta propia o como administradoras de los bienes pertenecientes a sus
difuntos maridos, vivían sobre importantes tierras y cantidades poco
despreciables de cabezas de ganado. Sin embargo, como puede notarse gracias a
la siguiente estadística[38], la gran mayoría de las
explotaciones eran pertenecientes a hombres, y una porción mucho menor tenía
como cabeza de unidad a las mujeres:
Existen bastantes casos registrados al respecto, los cuales brindan
algunos datos de valor: registrada en 1726, doña Magdalena Pavón, del pago de
Pesquería, vivía con un hijo pequeño y tenía a otro de 25 años como agregado,
siendo ella una estanciera de aquel paraje. Por otro lado, tenía en su compañía
a Cristóbal de Castros y sus dos hijos[39]. Doña Ana de Saya, del
mismo pueblo, vivía con sus dos hijos mayores de edad y también estaban
sentados sobre tierras de estancias[40]. Doña Juana Barragán,
viuda que vivía con sus 6 hijos, fue registrada como estanciera propietaria de
sus tierras en Cañada de la Cruz[41]. De estos ejemplos se
desprenden algunos datos importantes: en primer lugar, la utilización de la
mano de obra familiar para las explotaciones de la estancia; en segundo
término, la existencia de mujeres propietarias de tierras de considerables dimensiones
(ha de suponerse por la descripción de las mismas); por último, la presencia de
agregados y gente en compañía, junto con las estancieras y sus familias, lo
cual habla de que había campesinos en estado de dependencia junto a las mismas.
Hablando de los identificados como
‘‘agregados’’, habría que decir que los mismos eran campesinos que entraban en
una relación de dependencia con el hacendado o productor a través de una
especie de contrato no escrito, es decir, basado fundamentalmente en la ‘‘fuerza
de la costumbre’’. Simplificando, se trataba de un vínculo consuetudinario a
partir del cual el dueño de la tierra daba el derecho de usufructo sobre una
parcela a cambio de una contraprestación que se pagaba principalmente en
trabajo[42]. A su vez, éstos coexistieron
con los esclavos y peones libres dentro de las explotaciones, siendo aún más
convenientes que éstos últimos para los empleadores, en el sentido de que no
eran asalariados. Supieron desempeñarse en las recogidas de ganado, las
cosechas de trigo, la labranza, entre otras cosas, e inclusive podían ser
conchabados en algún otro momento[43].
También había mujeres que contaban con esclavos entre sus haciendas. Doña
Paula Casco, empadronada en 1738 entre los pagos de Pesquería y Areco, tenía 4
esclavos y ‘‘crecidas haciendas’’[44]. Doña Francisca
Torrillas, de Las Conchas, era viuda, vivía con sus 7 hijos y tenía un esclavo
en sus tierras de estancia. En condiciones similares vivía su vecina doña
Francisca Flores, quien declaró ser asistida por sus hijos[45]. Josefa Martínez, de
Luján, tenía tierras de estancia, un hijo que la acompañaba, 3 esclavos y 2
peones, uno español y el otro proveniente de Corrientes[46]. Juana Arias de Mansilla,
del mismo partido, era viuda, tenía 3 hijos y junto con ella vivían 8 agregados
(un negro, dos negras y Joseph de Malo, casado y con 3 hijos) y un mulato
esclavo en su estancia[47]. En los casos de todas
aquellas hacendadas puede apreciarse bien claramente la coexistencia entre
esclavos, agregados y mano de obra familiar, incluso dentro del mismo
establecimiento productivo y bajo la administración de mujeres reconocidas como
vecinas de Buenos Aires.
Otro
tema a tener en cuenta corresponde a las actividades productivas que
encabezaban estas mujeres registradas como ‘‘estancieras’’. Por lo que parece,
la mayoría estaba vinculada a la explotación pecuaria, aunque no descartamos la
presencia de prácticas agrícolas en los establecimientos. Por ejemplo, Lucía
Barragán, vecina de Magdalena, fue empadronada únicamente junto a una nieta
soltera, aunque tenía 300 vacas, 200 yeguas y era propietaria de la estancia,
con casa de ladrillo de dos tirantes[48]. Clara Márquez, del mismo
paraje, aparentemente era una gran hacendada: contaba con un mulato y un
agregado, 1000 vacas, 400 ovejas, y vivía en casa de adobe y tejas[49]. Doña Martina de Luola,
también en Magdalena, vivía con su hijo y un sobrino, pero además disponía de 5
esclavos (una mulata), 50 vacas, 1000 yeguas y vivía en casa de adoba y tejas
de 5 tirantes[50].
Las fuentes anteriormente citadas ilustran una realidad más que llamativa: los
importantes planteles de ganado que estaban bajo propiedad y usufructo de éstas
mujeres reconocidas como cabeza de familia.
Asimismo,
hay que resaltar la variedad de ganado que tenían y con el cual producían
diversos efectos para distintos mercados. Como bien dice Garavaglia, desde
comienzos del siglo XVIII se presentaban distintas posibilidades en el mercado
para los productores pecuarios: por un lado estaba el abasto de carne local,
las faenas para hacer grasa, sebo y cueros (principal producto rural de
exportación), y también los envíos de ganados en pie (vacunos y mulares) hacia
diferentes regiones[51]. Estas distintas
alternativas mercantiles para la ganadería pueden percibirse a partir de los
animales registrados en las unidades productivas que administraban estas
mujeres, tanto desde los padrones como en inventarios y tasaciones. Por
ejemplo, doña Damiana de Alba contaba con huertas, parrales, higueras, frutales
pequeños, membrillos, plantas de duraznos, ganados, olivos, un negro de 350
pesos, una mulatilla de 300, una negra de 50 años y su hija casada con otro
negro que se había comprado con su plata, medialunas de hierro, hachas,
martillos, lienzos y palas[52]. La mujer de Raimundo
Pérez tenía 100 varas de tierras, otras 100 en Cañada de la Cruz, 20 yeguas a 2
reales cada una, 6 hoces, una carretilla, cavados de hierro, martillos, etc.[53]. En su testamento, doña
María Ayala dejó registrados un carretón y varias carretas, 12 bueyes, 166
terneras, 361 vacunos, 50 yeguas, 28 potrancas, un yerro de herrar, tierras de
estancia, casa de adobe y paja, cajas, frasqueras, tachos, ollas, azadones, una
negra de 14 años y un negro de 12 y algunas mesas[54]. Los casos de aquellas
tres mujeres no eran nada extraño en su época, y sirven para pensar que en las
unidades productivas que pueden llegar a reconocerse como ‘‘estancias’’ se
criaban distintos tipos de ganados, había esclavos, y se complementaba a la ganadería
con otras actividades productivas, como por ejemplo la recolección de frutales
y la producción agrícola. Esto último puede notarse gracias a la aparición de
bueyes, carretas y otros elementos característicos de dicha rama de la economía
rural (hoces, rastrillos, azadones, tachos, etc.). Además, no debería
descartarse en absoluto que estas mujeres utilizaran sus carretas y carretones
para dedicarse al comercio local y regional.
En conclusión, se encontraron mujeres al frente de importantes unidades productivas,
las cuales complementaban la ganadería con la agricultura, y con importantes
variantes en la primera (cría de vacunos, yeguas, mulas, ovinos, caballos,
etc.), además de que probablemente algunas de ellas también ejercieran
prácticas mercantiles con sus carretas. Asimismo, dentro de sus tierras,
supieron tener distintos trabajadores y campesinos dependientes, desde esclavos
hasta peones, pasando por agregados y gente ‘‘en su compañía’’, todas las
formas siempre por debajo, en importancia, de la mano de obra familiar
(prácticamente omnipresente).
Pequeñas
y medianas productoras
Por
debajo en la consideración social y en las condiciones materiales de vida, e
interactuando con las estancieras y grandes hacendadas, había otras mujeres que
también eran muy importantes, fundamentalmente por su producción para el
mercado local y como fuerza de trabajo disponible. Se ha englobado a las mismas
como ‘‘pequeñas y medianas productoras’’, denominación que puede discutirse,
pero que ayuda a simplificar el análisis, ya que dentro de dicho grupo
existieron casos diversos.
Estaban aquellas que se dedicaban a producir en sus pequeñas parcelas,
ya fuesen específicamente de su propiedad o no, básicamente para poder subsistir. Doña Isabel Barragán, de Cañada de la Cruz,
vivía aparentemente sola y de la cría de algunos animales[56]. En la misma situación
aparece registrada doña Ana de Molina[57]. Dominga de Sayas, de
Pesquería, vivía sola con sus 3 hijos y algunas cabezas de ganado[58]. Pascuala Rivero, de
Areco, estaba sola y vivía de la cría de algunos animales[59]. En estos casos, las
mujeres se basaban exclusivamente en la mano de obra familiar, y sólo contaban
con algunas o pocas cabezas de ganado, lo cual deja pocas posibilidades en
torno a su situación económica: bien podían criar animales para alimentarse, o
bien podían destinar algunos géneros al mercado local.
A su vez, había otras que poseían planteles de ganado más considerables,
las cuales podrían ser catalogadas como ‘‘medianas productoras’’. Isabel
Roldán, de Arrecifes, poseía un rancho, estaba establecida en tierras ajenas y
contaba con 100 vacas y algunas ovejas. Dominga Aguirre estaba en la misma
condición y contaba con 50 yeguas de cría y 100 ovinos. Ángela Pintos tenía
rancho asentado en tierras ajenas, 10 vacas, 50 yeguarizos y 100 ovejas; doña Paula de Ávalos, del mismo pago de
Arrecifes, vivía en las mismas condiciones, con 100 yeguas y 30 caballos[60]. Aquí puede denotarse,
aunque en menor escala, la presencia de las ya mencionadas distintas
alternativas mercantiles para la ganadería dentro del espacio económico
colonial.
Sin embargo, dentro de este mismo grupo estaban aquellas que se
dedicaban en mayor medida a la agricultura del cereal. Vinculada a esta rama de
la economía estaban las unidades productivas definidas como quintas y chacras. Las
primeras eran unidades más pequeñas ubicadas cerca de la ciudad, las cuales se
dedicaban más que nada a la forrajearía y los productos de huerta para el
mercado urbano. En cuanto a las chacras, éstas eran explotaciones agrícolas,
tanto hortícola como triguera, en donde no estaba ausente del todo la ganadería[61]. Dentro de estas explotaciones,
también hubo mujeres que se destacaron como cabezas de familia, al frente de la
producción. Tales fueron los casos de doña Juana García Enríquez y doña
Catalina Lobo, ambas viudas, como también las de don Sebastián Delgado, Nicolás
Gaitán y Guillermo Duque, que vivían todas de sus chacras en el pago de Los
Arroyos[62]. Doña Catalina Baca,
vecina de Ramallo que era oriunda de Santa Fe, era viuda, tenía 3 hijos que
vivían con ella, y se sustentaban de las sementeras que labraban sobre tierras
ajenas[63]. Tomasa Lagos vivía entre
Cañada de la Cruz y Pesquería junto a sus 7 hijos y 3 peones (2 pardos y un
indio), todos sobre tierras de Tomás Monsalve utilizadas para la labranza[64]. Pascuala Cabrera, de Las
Conchas, era viuda y vivía con sus hijos (5) sobre sus tierras de chacra[65]. Rosa Ocampo, viuda con 6
hijos asentada en el pago de Escobar, vivía en una situación similar, aunque
sus tierras de labranza pertenecían al Capitán don Fermín de Pesoa[66]. Doña Inés de Aguirre
tenía como agregados a un mulato y una india casados (habían tenido 3 hijas) en
sus tierras de chacra arrendadas en Magdalena[67].
Repasando todos los casos mencionados y descriptos, pueden hacerse
algunas aproximaciones respecto a las mujeres que vivían y trabajaban en sus
chacras o en tierras de labranza en distintas situaciones de ocupación: a)
Había mujeres que eran propietarias de sus chacras y otras que vivían en
parcelas pertenecientes a otros vecinos (las arrendaban para practicar la
labranza); b) También en las unidades que podrían categorizarse como
‘‘chacras’’ se complementaban la mano de obra familiar con la de los peones,
agregados y esclavos; c) Parecer ser que todas estas chacras eran unidades
fundamentalmente agrícolas, aunque no se puede negar la presencia de la
ganadería. Por ejemplo, había pequeñas productoras rurales que complementaban
ambas orientaciones productivas: doña Damiana de Alba tenía 3 esclavos, algunos
ganados, árboles frutales, olivos, medialunas de hierro, hachas, martillos,
lienzos y palas[68];
Doña Catalina Hernández, vecina de Ramallo censada en 1744, vivía junto a sus 2
nietas y todas se mantenían de la labranza y de la cría de vacas y yeguas sobre
tierras ajenas[69]; la viuda de Raimundo Pérez declaró en 1745
unas 100 varas de tierras, otras 100 en Cañada de la Cruz, 20 yeguas a 2 reales
cada una, 6 hoces, una carretilla, cavados de hierro, martillos, etc.[70]. Este último caso podría
reconocerse como el de una mediana productora agropecuaria, en cuanto se
dedicaba, a una escala ni muy pequeña ni muy grande, a la cría de distintos
tipos de ganado y la producción de cereales para el mercado local, respondiendo
así a las demandas de distintos puntos regionales del espacio colonial.
Junto con las estancieras, hacendadas, pequeñas y medianas pastoras o
labradoras, había otras mujeres que no pueden ser dejadas de lado, aquellas que
tenían a su fuerza de trabajo y su familia como medios de subsistencia
centrales.
Las
trabajadoras rurales
Por debajo de las grandes, pequeñas y
medianas productoras rurales, había otras mujeres, en su mayoría pertenecientes
a las diversas castas (mulatas, mestizas, indias, pardas, etc.), cuyo principal
medio de supervivencia era ofrecer su fuerza de trabajo en las casas y tierras
de otros (incluso podían ser simultáneamente pequeñas propietarias). En este
punto es acertado plantear el concepto de ‘‘mujeres trabajadoras’’ elaborado,
desde el análisis del padrón de 1744 (tomando ciudad y campaña), por María
Selina Gutiérrez Aguilera, quien define como tales a aquellas que, ‘‘ya fuera
por su etnia o por su condición social, tuvieron como medio de supervivencia su
propio trabajo’’[71].
Existen innumerables ejemplos sobre esa situación para este período: Josepha
Hernández, cordobesa asentada en Arroyo Seco, era una viuda que vivía con sus 3
hijos y vivía hilando y criando unos pocos animales[72]; Doña Petrona de Espínola, santafesina asentada
sobre las costas del Paraná, vivía junto a 5 nietos y declaró vivir de la
costura[73]; Bartola Contreras,
santafesina viuda que vivía junto con 3 hijos en el Arroyo del Medio, estaba
viviendo en tierras ajenas y se mantenía con su trabajo personal[74]. Exactamente en la misma
situación se encontraban Faustina González y doña María Malagueño, ambas de la
misma Provincia[75]. Puede verse que las actividades desempeñadas
por estas mujeres variaban, yendo desde la costura hasta funcionar como mano de
obra en las explotaciones rurales.
Por otra parte, había mujeres trabajadores que se encontraban en estado
de dependencia en relación a las unidades productivas. Tal es el caso de las
agregadas, aquellas que trabajaban a cambio de un beneficio, como lo era la
posibilidad de explotar una parcela de chacra o estancia por cuenta propia,
aunque sin acceder a la propiedad legal de la misma. Lorenza Pavón (viuda),
proveniente de la jurisdicción de Santa Fe vivía, desde hacía 6 años, en
compañía de Bernardino Avalos, un estanciero de Luján[76]. Josefa de Aguilar,
santafesina, era viuda y vivía con sus 3 hijos en Cañada de la Cruz, y no
contaba con esclavos, peones ni agregados, sino que estaban en compañía del
estanciero y alférez Lucas de Castro[77].Doña Rosa de Retamal,
viuda y proveniente de Santa Fe, hacía 2 años que estaba en compañía del
alférez Antonio Rodríguez, estanciero de Cañada de la Cruz[78]. En el mismo pago vivían
Ignacia de Rocha (una tucumana casada, casada, con 2 hijos y junto a su
hermano) y doña Isabel de Zamora (viuda y con dos hijos), todos en tierras del
Capitán Marcos Rodríguez[79].
En esos casos mencionados pueden apreciarse algunas cosas a resaltar: en
primer lugar, que aquellas agregadas solían provenir de otras provincias o
regiones del espacio colonial; en segundo término, generalmente vivían
acompañadas de progenie y se asentaban en tierras de otros; por último, vale la
pena recalcar que en los casos tomados de los padrones, las agregadas estaban
dentro de estancias, lo cual hace innegable su contacto con la ganadería.
En lo correspondiente a las ‘‘castas’’, puede decirse que los
integrantes femeninos de dichos grupos socio-étnicos vivieron en la campaña
bonaerense distintas realidades. Por debajo de todos en la escala social,
estaban las esclavas, que bien pudieron desempeñar distintas tareas domésticas
y agro pastoriles en las explotaciones de sus amos: tales fueron los casos de
la negra ‘‘de cómo 25 años’’ que dejaba entre sus bienes Joseph Reynoso (1750),
la cual pudo haber estado vinculada a distintos servicios, ya que su amo
contaba con ganado vacuno, mulas, carretas, carretones y herramientas agrícolas[80]; el Capitán Marcos Rodríguez tenía, entre
otras tantas cosas, una negra llamada María de 40 años, un negro de 40 años
valuado en 260 pesos, un negro muy viejo llamado Luis que valía 50 pesos[81]; Juan Manuel Arce tenía un
tacho de cobre, una chacra con árboles frutales e instrumentos, una negra
llamada Jerónima de 40 años y 220 pesos, Manuela (mulata) de 18 años y 300
pesos, Ramón (mulato) de 28 años y 250 pesos, Domingo de 20 años y 254 pesos,
Gregorio de 26 años y 270 pesos (todos mulatos), un negrito llamado Joseph (300
pesos)[82]. Todos estos hacendados
rurales contaban con ganados de distintas especies (principalmente yeguas y
vacunos, con los fines económicos ya descriptos) y también con herramientas
indicadoras de producción agrícola. Asimismo, puede verse cómo las mujeres, en
el caso de las esclavas, eran consideradas como inferiores a los hombres de su mismo
grupo social, al menos en cuanto al precio, sobre el cual el sexo era
fundamental.
Por otra parte, para las mujeres mestizas, mulatas y pardas, éstas se
hallaban en distintas situaciones en torno a las explotaciones rurales y dentro
de la sociedad rural. Más allá de las que funcionaban como las ya mencionadas
agregadas o pequeñas propietarias libres, había algunas que alcanzaban cierto
grado de movilidad social. Como bien sostiene Gutiérrez Aguilera, si bien era
una realidad que la mayoría de las ‘‘etnias inferiores’’ pertenecían al sector
trabajador, también existía una movilidad social que les permitía ascender en
la escala social. Así, las ‘‘mujeres trabajadoras’’ se conformaban como un
grupo heterogéneo. Por ejemplo, en 1726
se destaca el caso de la mestiza que era mujer del Capitán Miguel Reinoso, un
pardo, que además de tener el rango de Capitán, lo cual no es poca cosa, poseía
tierras de estancia en Cañada de la Cruz[83].
Años
más tarde, se produjo un conflicto muy particular entre doña Juana Montenegro y
una parda libre llamada Pascuala. Doña Juana había sido esposa de don Juan de
Rocha, un destacado vecino porteño vinculado a la ganadería, a funciones
públicas como Alcalde de la Hermandad y al Cabildo de la Ciudad. Podría decirse
que se trataba de un hacendado característico comienzos de siglo: en 1725 se lo
nombró como rematador de dos vaquerías anuales, llegando a reunir 13000 cabezas
para rematar cerca de Areco[84]; al año siguiente
encabezó por orden del Cabildo una recogida de 6500 animales[85]; en 1734 fue nuevamente
encargado de las vaquerías para juntar 12000 cabezas[86]; y en 1749, varios años
después de su fallecimiento, se registraron varias estancias de su propiedad en
La Matanza, donde encontraron 700 cabezas de ganado vacuno entre grande y
chico, 130 orejanos, y el resto eran animales con diferentes marcas y señales,
las cuales no se identificaron todas debido a su variedad[87]. En pocas palabras, se trataba de un
hombre que había estado muy vinculado a la recolección de alzados, y que
probablemente a partir de eso haya consolidado sus haciendas, lo cual era
moneda corriente entre los propietarios de ganado[88].
Lo cierto es que Juana había contraído matrimonio con Rocha, y como
viuda de éste, administraba sus bienes, entre lo cual se encontraba un esclavo.
Por el mismo iba a tener un conflicto en 1743 con una parda libre, quien decía
que el éste le pertenecía a ella, argumentando que era una posesión de don Juan
de Rocha, quien se lo había vendido. Por otra parte, doña Juana era en ese
momento tutora de sus hijos, y que por poseer dicha condición administraba los
bienes del difunto, lo cual estaba expreso en su testamento[89]. En contra de las
pretensiones de Pascuala de Ortega (parda), decía que no tenía fundamentos
concretos y que la supuesta venta no figuraba entre las cuentas de su marido[90]. Por su parte Pascuala,
sostenía que a ella se le debía ‘‘amparar en la posesión inmemorial, quita y
pacífica de dicho negro’’[91]. Era fundamental la
tenencia de dicho esclavo porque lo necesitaba para la producción de alimentos
para la mantención de su familia[92]. En pocas palabras, está
indicando que no se encontraba en condición de gran propietaria ni mucho menos,
sino que más bien parece tratarse de una pequeña productora, debido a que su
explotación está destinada fundamentalmente a los alimentos.
Otras particularidades son que todas las cartas presentadas por ambas
son firmadas por hombres, y que las autoridades se comprometen a brindar la
justicia necesaria para ambas partes[93]. Por otro lado, doña
Juana demostró ante la justicia que el esclavo le pertenecía mediante el
testimonio y juramento de Pedro Cuello, vecino de la Ciudad[94]. Aquí se observa la
importancia que tenían los hombres en la sociedad colonial, tanto sobre la
administración de los bienes como en los asuntos legales. Dicho señor también
aseguró que don Juan de Rocha había comprado esclavos al Real Asiento de Gran
Bretaña, vinculado directamente al comercio de cueros. Vale decir que las autoridades se basaron en
los interrogatorios a vecinos respetables para decidir sobre la querella, como
fue el caso de don Juan Cabrera, quien afirmó que el esclavo había sido Juan de
Rocha mediante la compra por Pedro Cuello[95].
Pascuala se definía como mujer ‘‘sola y desamparada’’ que había comprado
al negro Joseph Antonio con el dinero juntado gracias a la venta de bizcocho, y
que el mismo había estado más de 20 años bajo su dominio[96]. Más adelante, se
descubrió que había estado conchabado para dicha patrona en los acarreos del
trigo, lo cual confirma que se trataba de una pequeña explotación agrícola[97]. De más está aclarar que
la vencedora fue quien contaba con el apoyo de la palabra de los vecinos
importantes de Buenos Aires.
Conclusiones
A partir de estos casos desarrollados, sobre todo el último conflicto
judicial, podría concluirse que:
ü
La
mujer siempre ocupaba un lugar inferior al de los hombres, cuyos testimonios
eran más valorados y además debían firmar todos los documentos oficiales.
ü
Entre
las campesinas, existieron mujeres en distintas condiciones sociales y
económicas, marcadas tanto por su condición étnica, el estrato social y las
cantidades de ganado, esclavos y tierras. Además, vale la pena resaltar que
hubo algunas acomodadas que llegaron a acceder al papel de ‘‘estancieras’’,
mientras que otras rondaban entre sus pequeñas explotaciones (cuando las
tenían), la agregación, el arrendamiento o vendiendo su fuerza de trabajo en
establecimientos ajenos.
ü
En
el caso puntual de doña Juana, se ve como se hacían cargo de los dominios una
vez muerto el esposo, siempre y cuando fuera una viuda con hijos menores. Esto
puede verse también estadísticamente para los casos de todo el período[98], donde la mayoría de las
mujeres que encabezaban las explotaciones rurales eran viudas, mientras que el
resto en su mayor parte fueron registradas como tales porque sus maridos se
encontraban fuera de la jurisdicción, ocupados en tareas estacionales como las
faenas para hacer cueros en la Banda Oriental, y en menor medida eran
independientes o estaban por encima de los hombres.
ü
Las esclavas tenían una fundamental
importancia en la economía, lo cual queda de manifiesto por el interés que le
dan ambas partes, además de todas las funciones anteriormente descriptas.
ü
Las
mujeres pardas que accedían a la libertad jurídica o las pertenecientes a otros
grupos como las mestizas podían llegar a acumular cierto capital desde la
producción y el comercio para conseguir esclavos.
[1] Profesor en
Historia egresado de la Universidad de Morón (UM) y Especialista en Ciencias
Sociales con mención en Historia Social de la Universidad Nacional de Luján
(UNLu).
[2] Fradkin, R. y
Garavaglia, J.C. (2009), La Argentina
colonial. El Río de la Plata entre los siglos XVI y XIX, Buenos Aires,
Siglo XXI Editores, p. 18.
[3] Piana de Cuestas,
J. (1992), ‘‘De encomiendas y mercedes de tierras: afinidades y precedencias en
la jurisdicción de Córdoba (1573-1610) ’’, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana ‘‘Dr. Emilio
Ravignani’’, Nº 5, 3º Serie, 1º semestre de 1992, p. 15.
[4] Gelman, J.
(1998), ‘‘El mundo rural en transición’’, en Goldman, N. (Dir.), Nueva Historia Argentina. Tomo 3:
Revolución, República, Confederación (1806-1852), Buenos Aires, Editorial
Sudamericana, p. 78.
[6] Néspolo, E.
(2008), ‘‘Cautivos, ponchos y maíz. Trueque y compraventa, ‘doble coincidencia
de necesidades’ entre vecinos e indios en la frontera bonaerense. Los pagos de
Luján en el siglo XVIII’’, en Revista
TEFROS, Vol. 6, Nº 2, Diciembre de 2008, p. 15.
[7] El Río de la
Plata correspondió a dicha jurisdicción hasta la formación del Virreinato del
Río de la Plata en 1776, en el marco de las famosas Reformas Borbónicas.
[11] La bula de la
Santa Cruzada se daba a los españoles muchos privilegios a cambio de que
aportaran gastos para combatir a los ‘‘indios infieles’’, así como también
servicios religiosos.
[13] Presta, A.M.
(2000), ‘‘La sociedad colonial: raza, etnicidad, clase y género’’, en Tandeter,
E. (Dir.), Nueva Historia Argentina. Tomo
II: la sociedad colonial, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, pp. 76-77.
[14] Milletich, V.
(2000), ‘‘El Río de la Plata en la economía colonial’’, en Tandeter, E. (Dir.),
Nueva Historia Argentina. Tomo II: la
sociedad colonial, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, p. 214.
[20] Azcuy Ameghino,
E. (1995), El latifundio y la gran
propiedad colonial rioplatense, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, p.
18.
[21] Birocco, C.M.
(1996), ‘‘Los dueños del pueblo’’ en Azcuy Ameghino, E. (Dir.), Poder terrateniente, relaciones de
producción y orden colonial, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, p. 66.
[22] Mayo, C. (2004), Estancia y sociedad en la pampa (1740-1820),
Buenos Aires, Editorial Biblos, p. 61.
[24] Se las denomina
aquí como vaquerías tradicionales porque más adelante también se llamaba
vaquerías a las recogidas de ganado alzado organizadas por el Cabildo y los
vecinos para obtener carne para el abasto, grasa, sebo, cueros (para la
exportación) y para el repoblamiento de las estancias de la Banda Occidental
del Río de la Plata.
[26] Birocco, C.M.
(2003), ‘‘Alcaldes, capitanes de navío y huérfanas. El comercio de cueros y la
beneficencia pública en Buenos Aires a comienzos del siglo XVIII’’, ponencia
presentada en las III Jornadas de Historia Económica, Asociación Uruguaya de
Historia Económica (AUDHE), Montevideo, 9 al 11 de julio de 2003, p. 1.
[27] Halperín Donghi,
T. (2010), Historia contemporánea de
América Latina, Buenos Aires, Alianza Editorial, p. 41.
[30] Ibídem, p. 223.
[32] AGN, AECBA, Serie II, p. 114.
[33] Gresores, G.
(1996), ‘‘Terratenientes y arrendatarios en la Magdalena: un estudio de caso’’,
en Azcuy Ameghino, E. (Dir.), Poder
terrateniente, relaciones de producción y orden colonial, Buenos Aires,
Fernando García Cambeiro, pp. 144-147.
[42] MAYO, Carlos.
Estancia y sociedad en la pampa (1740-1820). Editorial Biblos, Buenos Aires,
2004, pp. 73-74.
[71] Gutiérrez
Aguilera, M.S. (2012). ‘‘Mujeres trabajadoras: la subsistencia en el Buenos
Aires del Siglo XVIII’’, en El futuro del
pasado, nº 3, p. 72.
[88] Ver Pérez, O.
(1996), ‘‘Tipos de producción ganadera en el Río de la Plata colonial. La
estancia de alzados’’, en Azcuy Ameghino, E. (Dir.), Poder terrateniente,
relaciones de producción y orden colonial, Buenos Aires, Fernando García
Cambeiro, pp. 151-184.
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